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viernes, 22 de mayo de 2009

taller de lectura y escritura literaria CBU. UNVM 2009





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NUESTRA NOVELA COLECTIVA
PRIMER ENSAYO DE UNA ESCRITURA EN GRUPO
TALLER DE ESCRITURA Y LECTURA LITERARIA CÓRDOBA
El proyecto nació de la idea de que la escritura literaria también puede ser un proyecto colectivo. A partir de un primer texto escrito por el coordinador del grupo, cada tallerista tenía quince días para escribir su capítulo, con la única consigna de que sólo podía leer el escrito anterior. El producto final fue esta novela en la que se perciben las huellas de cada escritura personal en pos de un proyecto colectivo.

Novela colectiva
Taller de lectura y escritura de literatura
Módulo I Arte- Sede Córdoba
Universidad Nacional de Villa María
Año 2009
Autores
Fabián
Beatriz
Carina
Telma
Isabel
Analía
Florencia
Virginia
Brenda
Pablo
Carlos
Hilda
Soledad
Yeni
I.
“Es dulce la noche del marinero, lari, lara” mascullaba Giuseppe Rosso porque sabía que la encontraría. Lo sabía por pura corazonada. Tarde tras tarde reconstruía el trayecto de su nostalgia, de su olvido, de su pasión. Las velas encendidas en una habitación insólita, el olor a mar, los cetáceos danzando sobre la muerte, la noche, las vigilias del barco en alta mar y el encuentro. Todo lo sabía, y por eso esperaba.
Ella había ritualizado su viaje por el muelle. No falta nunca a la escena de un encuentro, todavía tan brumoso como el aire de la bahía. Hierática, solemne, como la Dama de Elche, transitaba ese espacio masculino olvidando la sordidez de las miradas. Todos la conocían como La dama, por su tocado noble, su parsimoniosa vigilancia.
“Es dulce la mar del marinero, lari, lara” cantaba Giuseppe con el cimarrón en los labios, mientras el cocoliche indescifrable hilvanaba la pasión de una noche lejana. Recordaba lo que había hecho desde grumete: hacerse a la mar, dormir poco, apuntar y oler en el aire el cuerpo gigante mirando el cenit. “Es dulce la noche en que te encontré y te amé, lari, lara”. Como en una plegaria Giusseppe se dijo que esa tarde sería distinta, tenía la corazonada, antes de convertirse, como todas las primaveras, en el personaje de Salgari que le imponía el mar. “Es dulce la noche en la que supe que seríamos más que dos, lari, lara”, si te encontrara, si te viera, sería… “…lari, lara”.
La tarde se desgranaba lentamente cuando el hombre terminó de alistar su partida. El cielo se había vestido de fiesta y dibujaba los contornos de un encuentro tantas veces soñado.
II.
Las piedras del camino reconocen cada paso dado durante tantos años en la misma dirección.
El muelle está en calma, solo una suave brisa y el movimiento del agua que golpea el aparcadero rompen cada quietud. Ya es parte del paisaje. Las aves se acercan como jamás lo han hecho. Extiende sus manos tratando de tocarlas como si quisiera contagiarse de sus dotes. Por momentos se siente una de ellas, que puede ir donde el corazón la lleve, despojada de su linaje igual de pesado que sus ropas, para volver a ser una niña que a nada le teme ni a nadie le debe, recorriendo cada puerto en busca de ese marinero del que nada sabe y solo recuerda su mirada.
El fuerte aleteo de las aves ahuyentadas por un perro que corre en la arena, rompen el encanto.
Respira hondo como si quisiera guardar el aire del mar, acomoda su elegante sombrero de plumas, coloca sus guantes y abre la hermosa sombrilla de encaje en el instante que explota el bullicio de marinos y comerciantes que a su paso reverencian a la gran duquesa que se aleja entre la gente, sin imaginar cuán cerca ésta de terminar con su larga espera.
Hace tiempo que se hizo a la mar en busca de mejores mercancías. Lejos quedaron los gritos de libertad que retumbaban en sus voz entre cañonazos y mosquetes, gauchos indios y criollos.
Por situaciones del destino o más bien del inconsciente hay solo un puerto en el que ancló una vez y se perdió en los ojos más negros que había visto en su vida lo que sólo podían opacarse ante la piel de nácar y los más dulces besos enmarcados en un vestido lavanda; junto al misterio de no saber más nada de ella.
Siente que la patria está encaminada y puede volver al mar, aquel que lo llama a gritos. Necesita ser Giuseppe el marino nuevamente. Cada ola pronuncia su nombre con desesperación. El sol se pierde en el horizonte mientras prende su pipa, largando bocanadas de humo, dejándose transportar por la brisa del mar mientras pequeñas gotas de agua salada salpican su rostro como si quisieran recordarle junto al movimiento de barco el abrazo y las lágrimas que jamás pudo olvidar.
A lo lejos se ve el gentío que se alborota esperando que el barco llegue al puerto. Los marinos corren por cubierta amarrando las velas, soltando el ancla, ansiosos por llegar a tierra firme para perderse en una cantina entre tragos y faldas. Solo hay un hombre a bordo que está calmo, más bien temeroso, los recuerdos se agolpan en su memoria; cuando de repente escucha su nombre:
-¡GIUSEPPE!, ¡amigo mío que gusto de verle después de tantos años!. Al enterarme por su carta que regresaba me alegró enormemente, usted sabe que son pocos los marinos confiables para que lleven mercancías al nuevo continente por sus peligrosas rutas.
Pero venga, usted estará deseando un buen baño caliente. Tengo todo dispuesto, he reservado un cuarto aunque algo modesto, con todas las comodidades, bien limpio, en una posta aquí cercana.
-Tiene usted razón, ha sido un largo viaje. Por las comodidades no se aflija, soy un hombre modesto y simple, me arreglo con poca cosa.
¿Podemos dirigirnos allí?, ya habrá tiempo de ponernos al tanto, pienso quedarme una buena temporada.
Después de un fuerte apretón de manos se dirigieron entre la muchedumbre, esquivando pilas de cajas y pescado fresco, hacia la posada.
A lo largo de su vida había conocido muchos puertos pero aquel siempre sería particular.
Ese día se escuchaba más murmullo que nunca. Las personas tenían una expresión sombría que dejaba traslucir un dejo de preocupación y un hombre de mundo como Giuseppe captó la situación al momento.
Cuando llegaron a la posada comparten unos tragos celebrando el encuentro. A medida que se adentra la noche la posada se hace más concurrida ¡la dama no se presentó en el muelle!,!se fue de viaje! otros decían ¡es que acaso no saben!, su hijo está grave y qué madre dejaría a su hijo enfermo par ir al muelle a esperar ¿ que sabe qué, o a quién sabe quién?
En ese momento comienza a pesarle el cansancio para dilucidar de quién se trata tanto alboroto.
Don Juan de Márquez advierte que ya es hora de retirarse y su esposa lo espera con la cena…
-Bueno mi amigo, mañana será otro día y podremos dialogar con más calma, que pase buena noche.
-igualmente para usted y lleve mis saludos a su señora esposa.
Sin decir otra palabra ambos se despiden fraternalmente.
Yá en sus aposentos, antes de caer en un profundo sueño, Giuseppe se pregunta quién será la dama que tiene conmocionada a la ciudad. Pero el cansancio lo supera y se deja atrapar por él.
III.
Giuseppe despertó confundido, eran pocas las mañanas que amanecía en tierra firme y al parecer, su cuerpo no terminaba nunca de acostumbrarse a la quietud. Necesitaba el mecer de las olas, el olor a mar; ese sabor a sal que a menudo abrazaba su garganta como una madre a su niño.
Para calmar su pavura, decidió salir a caminar, pensó que, quizás, un paseo por el pueblo podría devolverle el ánimo. Con ese buen presagio, escapó de la posada, sin más desayuno que un buen vaso de agua revoloteándole en las tripas.
Subió por Malasaña hasta toparse con el Brillante, la cantina de Don Genaro, que todas las mañanas perfumaba las calles con olor a boquerones fritos…dobló a la derecha y anduvo distraído, saludando a la muchedumbre, hasta llegar a la plaza. Aquello era lo que le gustaba; ese rumor del agua al caer, que producía aquel estanque, le devolvió algo de calma.
Apoyado en un árbol, se limitó a observar el paisaje y al gentío que iba y venía marcando la rutina con sus quehaceres diarios; a un costado, mujeres lavando ropa con niños mariposeándoles entre las faldas, algunos hombres que iban camino al muelle, cargando piedras en sus lomos para levantar aquella iglesia que mantenía a todos entusiasmados, y el manga de siempre, pidiendo pan a todos los que se cruzaban por su horizonte. Cuando se cansó de estar parado, se acercó a la orilla del agua y se sentó, cambiando la desnudez de los pies por la cobija del agua. Pataleó, salpicando un poco hacia los costados, mojando también sus pantalones, y continuó mirando. Todavía no se había dado cuenta qué era lo que en realidad estaba esperando ver…
Hasta que la vio…y cayó en la cuenta de que era esa mujer, la que lo había mantenido toda la mañana con ese ánimo grotesco, porque inconscientemente, estaba deseando encontrarla y no, ya que temía tener que volver a dejarla. ¿Cuántos años habrían pasado desde entonces? ¿Lo habría extrañado, tanto como él a ella? Era imposible de saberlo, pues nunca más tuvo noticias. ¿Se habría casado? Esos niños que venían colgando de sus brazos… ¿Serían sus hijos?... cuántas dudas y cuánta aprensión de saber las respuestas.
Mientras seguía formulándose preguntas, la vio acercarse. Venía derecho hacia él, como si supiera que la estaba esperando, y los niños que la acompañaban, corrieron al encuentro de los otros niños. Ana lo abrazo fuertemente, al mismo tiempo que le alborotaba la cabeza con sus dedos y lloraba. Giuseppe, sorprendido, respondió a ese abrazo entre sonrisas nerviosas y torpes caricias, en un intento de calmar a su hermana.
-Me dijo Don Juan de Márquez que ya estabas aquí –dijo Ana-. No pude ir a esperarte al puerto; mis niños…-Ana, comprendió el desconcierto de su hermano, por lo que continuó explicando- …me casé hace 8 años y tengo 3 hijos -enumeraba Ana moviendo los dedos -, los dos mayores son aquellos que viste corriendo a mi lado y el más pequeñín…bueno, se ha quedado en casa.
Giuseppe, se alejó unos pasos, buscando una buena perspectiva para observarla y comentó –Don Juan de Márquez no quiso adelantarme nada, temía que me sorprendiera… y ya entiendo el porqué. Pero Anita –continuó confesando-, me habría hecho tan feliz estar en tu casamiento, y en el nacimiento de cada uno de mis sobrinos…No hablo con ánimos de reproche, pero me habría dado mucho gusto recibir noticias tuyas. ¿Te llegaron todas las mías?
Ana desvió la mirada y agachando la cabeza, intentó justificarse –Igual no vendrías. Perdido andabas, vaya a saber por qué mares. Y sí, me llegaron todas tus noticias. Pero no hablemos ya más de viejos tiempos, que me aburro, mejor vamos a casa, quiero enseñarte mi familia y que nos cuentes los nuevos rumbos que estás pensando navegar.
Emprendieron la caminata, primero en busca de los niños y luego hacia el pueblo, desandando un trecho del camino que Giuseppe había transitado unas horas antes.
Una vez en la casa, la menuda pero radiante mujer, presentó su hermano a toda la familia, quien fue recibido en un torbellino de risas y abrazos por parte del más pequeñín y una tranquila sonrisa seguida de un apretón de manos que le concedió aquel hombre, al que llamaban papá Juan, y que Giuseppe creía reconocer de algún tiempo lejano. Aunque no estaba muy seguro, se lo preguntaría a su hermana en el momento oportuno.
Al caer la noche, aquel navegante melancólico, no necesitó hablar con su hermana para descubrir quien era, realmente, el padre de sus sobrinos. Esperando, sólo en el jardín, a que salieran a despedirlo, pensaba - está muy claro: no es al hombre al que recordaba, eran sus ojos; ellos, le traían, desde algún lugar remoto, la mirada de aquella mujer. Pero…¿Por qué? ¿Cuál era la relación entre su cuñado y…?-...sobresaltado al escuchar pasos detrás de él, giró sobre sus pies y se encontró al cuñado, con una mueca de amargura en el rostro, bajando las escaleras en dirección hacia él.
Las palabras de Juan marcaron otro rumbo en el pensamiento del navegante, que una vez recostado en su habitación, no lograba conciliar el sueño. Intentaba reconstruir en su cabeza los sucesos que habían ocurrido, hace años ya, antes de marcharse en dirección a otros puertos. Pero no lograba recordar más que el brillo de esa mirada que perturbó su tranquilidad, incitándolo a rebelarse como un niño, sin pensar en las consecuencias; porque no la buscó pero la encontró y se perdió…y después se marchó, sin saber cuándo volvería a toparse con ese muelle y esos ojos que lo impactaron tanto, como el choque de una ola sobre la proa del barco en una tempestuosa tormenta… esas tormentas que te hacen tambalear y te dejan al borde de estribor, a punto de caer sobre el abismo oscuro de las aguas saladas.
IV.
Giuseppe seguía atribulado tras escuchar el relato del que hoy es su cuñado. Juan lo esperó en el jardín, al amparo de las sombras que avanzaban, dispuesto a aclarar de una vez y para siempre el malentendido de aquel día en que se armó una gran trifulca en la cantina del muelle viejo.
Apoyado en el respaldo de la cama fumaba un cigarrillo y recordaba. Había pasado tanto tiempo que ya casi no podría distinguir entre la realidad de los hechos narrados por Juan y sus propios recuerdos. Si, había transcurrido mucho tiempo desde aquel desafortunado encuentro, ya casi no podía calcular cuantos años y aún así, se daba cuenta que no había podido olvidar los ojos verdes de aquella muchacha.
Juan le contó que aquella mujer que lo acompañaba el día de la pelea, no fue nada para él, casi podría decirse que no la conocía. Era hija del socio de su padre, una joven malcriada que vivía al Norte y estudiaba en la capital, que había venido a pasar unos días al puerto. Ella se daba aires de grandeza y había invitado a un grupo de amigas tan pacatas como ella. Pronto el aburrimiento hizo mella en el grupo, dos se fueron a una playa de moda cercana y la otra se enredó con ese magnate inglés que tenía el yate anclado en la marina. Ella se quedó sola, ninguna de las jóvenes del pueblo se atrevía a acercársele, mas bien la miraban con recelo, les parecía insultante su seguridad y su belleza, así como desprejuiciada su forma de vestirse.
Si Juan la defendió en ese momento fue porque su padre le pidió que la cuidara, a cambio de considerar la compra de una Harley Davindson de producción limitada, que no era para despreciar. La pobre niña no hizo más que generar problemas y el no podía permitir que se esfumara su moto nueva.
Juan y Giuseppe no eran amigos, se conocían de ir y venir por el pueblo. Juan era mayor y por eso no compartieron juegos infantiles y ni actividades de adolescentes. Ambos, como otros jóvenes de familias acomodadas, volvían todos los veranos al pueblo a pasar las vacaciones. En un par de días partirían para encontrarse el próximo verano y volvería la rutina y la quietud a dominar el lugar. No habrá fiesta en homenaje de la patrona de los gremios de los marineros y pescadores que igualen las celebraciones de fin del verano. Con los jóvenes en casa todo era fiesta, jaleo, bromas y despedidas en esos últimos días de vacaciones. Había mucha animación, todos coincidían en los distintos bares primero, y en las fondas del muelle, después.
Y allí estaban cuando apareció la niña vestida de mujer con un llamativo vestido de seda verde. Sus cabellos oscuros algo revueltos, sus ojos verdes muy profundos, una sonrisa tonta en sus labios coral, voz insegura y chillona. Es posible que se hubiera acercado a otros grupos y que hubiera aceptado otras rondas de cervezas, pero aún así se la veía tan ella, tan bonita, tan misteriosa e inalcanzable. Que la llevó a meterse en esa cantina, solo ella lo sabrá.
Giuseppe iba reviviendo todo en cámara lenta. De cómo la muchacha de ojos verdes hizo su entrada a la cantina, como algunas miradas se clavaron en su figura, cómo se acercó a él a pedirle fuego, como se animó a invitarla con una cerveza y como en un instante quedó prendado de esos ojos que no pudo olvidar. Alguno dijo algo de más, otro se rió, el que envalentonó y tomó a uno por la pechera de la camisa, y Juan, que era el centro de un grupo muy ruidoso y jaranero se levanto despacio y que salió en defensa de la joven sin saber bien porqué lo hacía. O mejor dicho, sabiendo que solo lo hacía por el interés en la moto.
La pelea empezó y terminó porque sí, con esa dinámica propia que tienen las peleas en las cantinas del puerto. Nadie empezó, nadie esgrimió la primera silla, nadie lanzó el primer botellazo. Y así como comenzó, terminó. Algunos machucones, algún que otro labio partido sangrante, algún chichón, pero no fue a mayores. No hubo heridos de arma blanca ni detenidos, que para estos rincones poco privilegiados, es todo un éxito. Todos corrieron cuando llegó la policía y los viejos siguieron bebiendo sus cervezas en silencio, como si nada hubiera pasado. Nada, de hecho, ellos no vieron nada.
Que Juan le pegara tremenda cachetada delante de la muchacha de ojos verdes fue su peor desgracia, y salió huyendo con su orgullo malherido. Se refugió en las sombras de los soportales de la plaza mayor, donde quedaban alguno que otro viejo comentando las noticias de la tarde. Recorrió el último tramo y se metió en su casa, sigilosamente. No quería compartir con nadie su vergüenza.
Supo que Juan y los otros se fueron en el ferry de medio día. La joven, solitaria y compuesta, paseó por la plaza un par de días más, hasta que también se fue. A él todavía le quedaban tres días más antes de partir. Ayudó a su madre con los quehaceres del jardín, podó los viñedos del huerto de su tía, acomodó el depósito del negocio familiar. Nadie entendía porqué Giuseppe estaba tan dispuesto para todo. Nadie entendía que él no quería salir a la calle, y menos con semejante moretón. Sabía que para el año próximo todos lo habrían olvidado. Salvo el, a quien siempre acompañaría el recuerdo de aquellos ojos verdes.
Pero el año siguiente no volvió, y al otro tampoco. Y así fue pasando el tiempo. Su vida cambió. Dejo de ser el joven despreocupado para transformarse en un marinero melancólico que cifró en el mar la solución a todas sus preocupaciones. Trabajó mucho. Se concentro en sus cosas relegando a un segundo plano sus amores de juventud y a la morocha de ojos verdes que apenas conoció. Hoy, al recorrer el pueblo, al encontrarse con su hermana y reconocer en su cuñado al mozo que la acompañaba, volvió la imagen de aquellos ojos y se dio cuenta que nunca los había podido olvidar.
Ahora, tanto tiempo después, aparecen detalles en los que no había reparado. De nada sirve seguir mortificándose con que actuó con apresuramiento impropio de él, que magnificó una disputa tonta, que no debió dejarla ir sin darle una explicación y sobre todo, sin darse la oportunidad de conocerla. El también se fue, se recluyó inútilmente en el mar y en mil puertos sin siquiera saber que fue de ella.
Y cuando creía que todo había vuelto a su lugar, se enteró por su cuñado que la joven es hoy una mujer hecha y derecha. Divorciada, que vive en Panamá y dirige la sucursal centroamericana de empresa naviera familiar. Pero esto no cambiaba las cosas. Estaba convencido que debía cortar por lo sano, no podía seguir enmarañado en la tela arañas de sus recuerdos, estos no lo conducían a ningún lado.
Lentamente se levanto, buscó una botella de coca del minibar de la habitación. Rebuscó entre sus cosas hasta que encontró una botellita de Bacardi. Con el vaso en la mano se acercó a la ventana para refrescar su mente, desde allí se veía el mar. Necesitaba pensar con claridad y definir sus próximos pasos. Este reencuentro con la familia y con los recuerdos lo dejaron menguado, necesitaba predisponerse para un brusco golpe de timón y un significativo cambio en su vida. Estaba abierto a lo que el destino le propusiera, más allá de esos ojos verdes.
V.
Sara y sus profundos ojos verdes, cruza rápidamente el jardín en sombras, en ese enero agobiante escucha sus propios pasos se dirige ala cochera ,su corazón se acelera, busca las llaves abre su camioneta sube, el bolso de mano cae en el asiento como único acompañante ,cierra la puerta, se aferra al volante gira la llave y enciende el motor ,enciende las luces ,su deseo es partir hacia otra realidad la calle esta desierta emprende su viaje toma la ruta, por primera vez piensa necesita un refugio ,un lugar donde descanse su razón su cuerpo y alma.
Sin pensar sin decidir sin actuar, por instinto a tomado el camino que la lleva al sauce la casa de su abuelo, aquella casa de la infancia, cuantos recuerdos…hace tiempo que no ve a su abuelo, si la memoria no la traiciona en tres o cuatro oportunidades que el abuelo visito la ciudad por razones de salud, en ninguna de ellas Sara recuerda hubo tiempo ni lugar `para la intimidad. No ha pedido permiso para este viaje como es costumbre en la familia, seguro su viaje será un acto de rebeldía como tantos otros.
250k a viajado 50k le quedan, la ruta esta despejada a la vera árboles, alguna casa, aminora la marcha se detiene junto al surtidor carga, emprende la marcha amanece baja la ventanilla, el aire fresco invade su rostro, la despeja mientras recorre el ultimo tramo.
Piensa en su abuelo su carácter hostil y serio acentuado con los años , como la recibirá..???
Toma el camino de tierra, cuantos recuerdos entre espinillos le estremece el alma de imágenes pasadas. Su infancia ,su adolescencia ..de cada enero.
El aire puro la invade..los pájaros que cantan y la inmensidad del cielo.
Se acerca mientras toca bocina, un paisano a caballo, gorra, bigotes y ojos asombrados mira queriendo saber quien es mientras la saluda amistosamente.
Las miradas del pequeño poblado la siguen ,la forastera aun no es reconocida, ha detenido su marcha para comprar esos ricos biscochitos de miel en la panadería de don Moreno, al bajar un susurro pronto un rumor, es Sara la nieta de don Luis Sosa la hija de Samuel .sigue su viaje el calor de enero la envuelve, aprieta el acelerador ,aparecen la sierras entre los verdes árboles espinosos ,respira hondo ,la perturba la calma ,llega! Sin anunciarse, estaciona bajo el árbol aparecen los perros salen todos juntos ,Sara permanece quieta relajada no tiene miedo ,salen los cuidadores a recibirla entre ellos el hombre que camina lento pausado reconoce a su tío Jonás , una gran sonrisa dibuja su rostro cuando0 ve que es su sobrina ,ahora tiene que encontrarse con su abuelo ,sigue los pasos de su tío, entra ala casa tan conocida tan añorada, pasa por cada puerta y es un recuerdo cuando juega con sus primos de niños, y allí esta, su abuelo don Luis queda parada ,mirando a su querido abuelo de pocas demostraciones pero feliz de verla .Sara hoy cuarenta años un divorcio a cuestas y unas ganas locas de otra realidad ,donde descanse su alma su cuerpo y su razón.
VI.
Sara ya está acurrucada en los brazos de su abuelo, las lágrimas empiezan a caer en plena carrera y recuerda cuando tenía 5 años y ese escenario se repetía. Ella estaba dolida: a los 5 se raspó la rodilla, a los 40, el corazón. Sus ojos verdes también estaban turbios de esa agua salada que anhelaba volver al mar. Y ella le dejaba la puerta abierta, de par en par, ahora sí podía llorar.
No le importó que hace varios eneros que no veía a su abuelo, pero ambos sabían que la vida esto y el tiempo aquello. Tampoco le importó no haber avisado sobre su visita antes y por la misma razón: esto y aquello. Ahora ya estaba segura, ahora estaba en paz dentro del abrazo de su abuelo nada le podía pasar.
Sin embargo, luego de un tiempo indeterminable, un pequeñito empujón desde adentro de esos brazos la alejó. El abuelo la miraba cariñosamente y reflejada en esos ojos se veía de nuevo con 5 años y la rodilla averiada. Esa imagen fue la que la calmó, desconsoladamente se acordó de cómo sanó esa raspadura y si, todas las raspaduras sanan, aunque algunas dejan marca. Ahora las lágrimas eran de consuelo y hasta una sonrisa afloró de sus labios. Por alguna extraña razón ese viejito tan calmo que era su abuelo lograba hacerle entender tantas cosas sin decir una sola palabra. Sara sospechaba que sus brazos le hablaban y esa era su mejor terapia.
Ahora no comprendía por qué no había vuelto en tantos veranos, ya sabía que el abuelo vivía lejos, que la vida esto y el tiempo aquello. Pero esos brazos valían más que lejos, esto y aquello. Pero eso ya no le importaba.
Subió su precaria valija al cuarto que ocupaba desde antes de que le naciera la memoria. Allí estaba todo igual, como lo recordaba y esa invariabilidad, la constancia de la cama y la inmovilidad de la silla de mimbre que eternamente mira por la ventana, le renovó las fuerzas. Esas fuerzas que creyó haber perdido por las tumultuosas calles de la ciudad la estaban esperando ahí, escondidas entre las sábanas de la cama, sentadas en la silla. Y es allí, sobre el mimbre, donde se sentó y mirando la ventana agarra una pluma y un cuaderno. Apoyada sobre su rodilla, con un pulso más tembloroso de lo normal, comienza a escribir. Entre suspiros y resoplos va llenando las páginas y su mano se calma. Al fin se calma.
VII.
Sus ojos se vencieron, entre el cansancio de la escritura y las lágrimas derramadas. El lápiz rodó por el piso y Sara entró en un profundo sueño. ¡Qué bueno poder dormir después de tanto desvelo!
Soñó que corría por el parque de la casa de su abuelo. Era niña y su abuelo corría detrás de ella. Luego, su abuelo era su padre y el parque por donde corría se convirtió en una estación de tren. Ella aún era niña.
El viento golpeó la ventana interrumpiendo su sueño. Estaba cayendo la noche entre las cortinas de la pieza en donde solía dormir de niña. Comenzaban las primeras estrellas a asomarse tímidas en la marea azul de la noche. Sara se acostó en la cama crujiente de recuerdos. El abuelo entró a arroparla y a darle un beso en la frente. Era bueno dormir otra vez en la casa donde había sido tan feliz de niña. Mañana sería otro día, otra oportunidad para seguir.
Despertó apacible con el perfume de las flores que adornaban la enredadera de la ventana. Miró el reloj en su muñeca marcada por las arrugas de las sábanas. Ese reloj que le dio su padre la tarde en la estación de tren, marcaba las diez de la mañana. Había dormido como hacía tiempo no lograba hacerlo.
Bajó las escaleras que, en semicírculo, conducían al salón principal. Allí estaba su abuelo, sentado en la mecedora en la que les había leído cuentos a todos sus nietos. Sara se sentó a su lado y charlaron durante un largo tiempo. El abuelo sacó de un cajón un álbum de fotos familiar amarillento y desvencijado. Rieron recordando los tiempos felices de la familia unida toda en esa casa, ahora solitaria. Luego caminaron por el parque respirando el fresco aroma de campo. ¡Cuánto necesitaba Sara de aquel descanso!
La tarde llegó y con ella, la triste despedida. Se abrazaron fuertemente y Sara prometió no dejar pasar tanto tiempo para volver a visitarlo. El abuelo sacó del bolsillo una medalla de oro que había pertenecido a su esposa y se lo entregó. Ella se negó a recibirlo, sabía lo que esa joya significaba para él, pero ante su insistencia, lo aceptó, con los ojos inundados en lágrimas. Había amado mucho a su abuela.
El abuelo se quedó en la entrada de la casa viendo cómo el camino alejaba otra vez a su nieta de él. Temió no volver a verla, no le quedaba mucho tiempo a su cuerpo de anciano. Luego subió a la habitación donde Sara había dormido. Descubrió que había olvidado su cuaderno sobre la cama.
VIII.
Una terrible pero hermosa nostalgia yacía en lo más profundo de su avejentado cuerpo; sentía con nitidez los momentos en que él mismo solía escribir en su época de adolescencia, un vicio que había logrado sostener hasta hace un tiempo no muy lejano.
Quería que todo su camino estuviese sellado en sus amarillas hojas de cuaderno, pasaba noches enteras redactando sobre sus días o sus pensamientos…Pensó que Sara, tal vez, estaría haciendo lo mismo ahora y entonces enorgulleció aun más de su amada nieta.
Y ahora, ¿qué más le pediría a la vida este pobre y viejo esqueleto anciano? Se sentó tranquilo sobre el borde de la cama donde Sara había dormido la noche anterior, se colocó sus enormes anteojos y comenzó a hojear las primeras páginas.
Por un momento se dijo a sí mismo: “viejo y metido, deja ya de revisar las cosas de tu nieta!!”, pero luego, entendió que se trataba de una señal del destino. Sara guardaba en las primeras páginas de su cuaderno una carta, precisamente, una carta para él que decía así:
Como una hoja de otoño que cae y vuela hacia el mas allá,
Como un tacón roto que emprende un nuevo viaje en el basurero,
Como las cortinas de la abuela, que pedían a gritos que las renueven,
Como las palabras que se llevo la brisa de invierno,
Como el viejo toca discos que fue a parar al museo de Don Aníbal,
Como mi ser y tú ser…
Querido abuelo, llego el momento que tanto temíamos, quiero que sepas que viví la semana más feliz de mi vida junto a ti, en tu casa de techos altos y coloridos ventanales de vitró, que hacen a mi memoria de la infancia.
Millones de recuerdos hicieron que volviera a sentirme una niña, ansiosa por aquel tren que nunca volvió a destino.
Pero tuve la suerte de tenerte y que hicieras mágica y feliz mi vida.
Hoy me toca partir nuevamente.
Te amare por siempre…
Tu nieta Sara
Crudas lágrimas recorrían el curso de sus profundas arrugas, demostrándole una vez más que el paso de los años lo convirtieron en un viejo sensible por demás.
Le había gustado la semana que paso con Sara, había aprendido de la avidez de los jóvenes y de su anhelo de progreso en la vida.
Creyó que ella también lo necesitaba, llevaba una vida muy agitada y comprometida.
El reloj de péndulo marcaban las diez, la cena que quizás saltearía, solo por el simple hecho de que no tenía ganas de cocinar.
Cerró las cortinas floreadas que cubrían el gran ventanal de la galería y se sentó tranquilo a contemplar la fresca noche…
Sentía el susurro del vientito de verano, atravesar sus orejas y cantarle melodías, sentía también, como el cálido y suave sillón de terciopelo abrazaba su cuerpo, y como el piso frío estremecía sus pies descalzos.
Ya no hay tiempo que perder, se dijo con la sonrisa más extensa posible, vení a buscarme vieja querida!!!
IX.
De a poco de fue durmiendo, casi hipnotizado por el silencio reinante y el paso de los minutos que se oían marcar en el viejo reloj, regalo de casamiento de sus hermanos, que se encontraba en living de la casa, pegado a la galería.
La brisa lo cobijo, la oscuridad del lugar lo protegió cual ángel guardián, hubiera parecido que sintió su abrazo, ese que hacia tiempo no recordaba, ya que se movió para un lado y volvió a torcer la cabeza. Ahora sí cayendo un sueño profundo.
Lo despertaron el cantar de los gallos madrugadores, supuso que eran las 6 o 7 de la mañana, estiro las piernas, se puso de pie, le dolía un poco la cintura, ya no tenia edad como para quedarse dormido en el sillón, como cuando era mas joven y se quedaba hasta altas horas leyendo o escribiendo sus anotaciones, o se tiraban en el piso de madera con sus hijos pequeños a contemplar la luna y las estrellas desde la galería.
Fue hasta la cocina, preparo el mate, puso el agua a calentar, miro el reloj y confirmo que ya eran las 6.45, se sentía raro, algo le apretaba el pecho, tenía un presentimiento; no le hizo caso, y el silbido del agua hirviendo lo saco de esa rara situación.
Lavo su cara, la secó, se puso desodorante y perfume, se peino un poco, y se acomodo la ropa.
Se sentó en la mesa, tomo un pedazo de pan del otro día que había en la alacena, y comenzó el mate, sólo, ya hacia tiempo que comenzaba los mates solo, sin que nadie le dijera “gracias” cada vez que convidaba un amargo.
Prendió la radio, escucho las noticias, sabia que haría calor porque lo dijeron en el pronóstico, no le parecía raro, ya que septiembre estaba terminando.
Miro de reojo por el pasillo que da a los dormitorios y vio la carta que había quedado abierta sobre la cama, un nuevo estremecimiento se sintió en su corazón, era ese algo que tenia desde que se había despertado.
Después de cuatro mates, nunca los terminaba en numero impar, por cabala, se decía él mismo, se levanto, fue hasta el armario del living, agarro el bolso de mano que hacia tiempo que no usaba, se notaba por la tierra que tenia, lo sacudió con una mano, le paso un trapo, fue hasta su pieza, y lo puso sobre su cama.
Separo un par de calzoncillos, dos camisas manga largas, tres remeras, unas medias, un par de zapatos, la colonia de agua marina que estaba sobre la vieja cómoda; desde la radio se escuchaba sonar un tango nostálgico, parecía que Dios jugaba con él y sus recuerdos, porque justo en ese momento se dio cuenta de que hacia ya mas de diez años que no iba a ningún lado, antes solían ir a pasar los fines de semanas a algún lugar, pero la valija siempre la preparaba ella, él se encargaba de poner el coche en condiciones para que el viaje fuera normal. Metió la afeitadora, la loción para después de afeitarse; se paso nuevamente peine por su cabello entrecano, y lo guardo en la valija; la cerró y se dispuso a ir hasta la cocina.
Comió un trozo de pan, tomo la pastilla de todos los días, bebió un sorbo de agua, y cuando giro la cabeza hacia su derecha, vio sobre el aparador de la cocina la foto de ella, esa foto que ya estaba amorronada, vieja y ajeada; se quedo como petrificado, se dio cuenta de que la estaba dejando sola, cosa que nunca había echo, siempre iban juntos a todos los lados, la saco del portarretratos, como pidiendo disculpas la beso y se la guardo en el bolsillo del saco, del lado de su corazón.
Fue hasta el dormitorio donde había estado Sara, recogió la carta, la guardo en el cuaderno, y también lo metió en la pequeña valija.
Se dirigió hacia la puerta principal, miro para atrás y pareció como si se despidiera de algo o de alguien, como si ya no volvería, no entendía porque le estaba pasando todo esto.
Miro el reloj, ya eran las 7.25.
Cerró la puerta con llave, la guardo debajo de la maceta gigante que había en la galería, así hacían cuando se iban de viaje, era una costumbre que tenían, algo secreto que nadie sabía.
Se apresto para salir hacia la estación de trenes, recordaba que hace años el tren que iba a su destino de hoy partía a las 8 en punto.
En el trayecto pensó que Sara nunca estaría imaginado que él iría a visitarla, ya que solo hacia dos días había partido, y eso le dio risa, una risa como la de un niño. Hace tiempo que no reía como un niño.
Al llegar a la estación, comprobó que no había cambiado mucho, estaba hasta el mismo cartel que anunciaba los horarios, se dio cuenta de que no se había equivocado, el tren partía a la 8. Saco el boleto y sentó a esperar en el bar.
X.
Fue la noche más agobiante de aquel septiembre. El calor, la humedad y la borrachera de la noche anterior se habían confabulado para que yo no pegase un ojo. Cerca del medio día intente sin éxito levantarme. Cuando lo logre empapado de sudor, caminé hacia el patio y con esfuerzo coloqué mi cabeza debajo de la canilla. Volví a la pieza y me acosté nuevamente. Esta vez me ganaron sueños muy extraños que me adentraron en un espacio lúgubre y espectral, en que reinaba el caos y en que no había ni silencio, ni calma. Mi cuerpo vacío y sin vida cada vez se entregaba con más placer al recorrido de un mundo laberíntico y mítico, pero tenebroso a la vez. Un mundo en el que los vientos, cuando soplaban lo hacían con furia, para luego al instante, quizás, volver a aquietarse escondiéndose entre las nubes.
El sol, sin respetar la voluntad de Cronos, rápidamente terminaba sus días, ocultado sus días detrás de la montaña, así, todos y cada uno de los días, y no obstante no había tiempo. Y entonces levante mi cabeza y vi un lugar cubierto de seres siniestros que danzaban mientras ofrecían alabanzas a otro. Este ubicado en lo alto de una roca se acercó a mi y posando sus manos me fijo: “de veras cumplir una misión, de lo contrario, a tu muerte, mis cavernas serán tu destino eterno. Encontrarás al otro hombre y le entregarás este recado. Ve y obedece”.
Al despertar maldije a Belcebú. Corrí como poseído por el campo, profiriendo insultos y conjuros. Cuando ya harto y extenuado volví a mi cuarto descubrí sobre mi cama el recado maldito. Después de recorrer caminos infinitos, llegué a una estación de trenes. En ella vi a un hombre subiendo a un tren. Lo seguí y cuando se ubico en su asiento, inmediatamente me ubiqué frente a él. Lo mire a los ojos provocando su atención y su rostro, lívido y exangüe, presentí su resignación.

XI.
El tren se detuvo…buscó con la mirada al hombre que le había entregado el sobre. No lo vio por ninguna parte. Tuvo la extraña sensación de haberse quedado dormido y no podía recordar la cara del mensajero. Como impelido por una extraña fuerza, se levantó y descendió. Sin saber porqué, supo que había llegado a destino.
Caminó por el andén como un autómata. Lo volvió a la realidad la campana de partida y el bufido del tren al reiniciar la marcha. Se percató que aún conservaba el sobre entre sus manos. Leyó la dirección y caminó hacia la salida. Tenía la certeza de haber estado antes en el lugar. Se detuvo un instante y trató de ubicar su rumbo…sí…la torre de la iglesia a lo lejos terminó por orientarlo.
Llevaba caminando un buen rato. El empedrado de las calles le trajo recuerdos confusos que se agolpaban en su mente y trataban de cobrar forma .Algo en su interior le decía que algo importante estaba por ocurrir en su vida. Silbidos lejanos y ladridos de perros le recordaban un tiempo ya vivido. Apuró la marcha…
Las últimas luces del día se negaban a dejar paso a la noche, el cielo se resistía a oscurecer, mientras una luna pobre hacía esfuerzos para ubicarse en el horizonte. Un viejo sentado en el pórtico de su casa lo miró acercarse. Le preguntó por la dirección y el hombre, con gesto de sorpresa y sin hablar, le indicó con un una calle a su izquierda.
Siguió caminando hasta encontrar la dirección. Al fin estaba frente a la casa en cuestión. Miró la fachada antigua, donde se destacaba una puerta con extraños dibujos tallados y que por su aspecto, no solo daba cuenta de los años de la construcción sino que tenía vestigios de un pasado esplendor. Una aldaba que representaba la garra de un león, de bronce verdoso por la falta de uso, lo invitaba a golpear.
Una sensación de angustia lo invadió de repente. Algo detrás de la puerta…estaba seguro….cambiaría su destino.
Golpeó…esperó un rato…volvió a golpear. El ruido de unos tacones retumbó a la distancia y le indicaron que alguien venía a atenderlo. El chirrido de los goznes herrumbrados de la puerta, lo hizo estremecer… y mucho más aún cuando la puerta se abrió.
Allí estaba, altanera y erguida, con las manos apoyadas en el marco de la entrada, la mujer de sus sueños…La que aparecía en todas sus pesadillas, con el cabello negro como alas de cuervo, cayendo en cascada sobre sus hombros. Lo que más impresionaba era el color ambarino de sus ojos… como los de un gato, destacándose en el marfil de su piel. Lo miraba… inquisidora, con el ceño a medio fruncir, como si reclamara por la demora, como si lo hubiera estado esperando…
Supo, o mejor dicho, tuvo la certeza de que su viaje había llegado a su fin…
XII.
Sentados en una mecedora al fondo de una amplia galería compartían el silencio del reencuentro. Había demasiadas palabras entre ellos que se negaban salir. Por momentos se contemplaban, se reconocían y se redescubrían. Habían pasado demasiados años desde aquella juventud.
Él intentó explicar los vericuetos de la vida que lo llevaron a alejarse del lugar en el que ella lo esperaba en aquel momento. Pero ella evadió el tema con un tono muy suave y de una forma sutil.
Conversaron de las pinturas que daban estilo a la casa, de sus orígenes y adquisición; de los muebles artesanales en hierro fundido; de las plantas que daban vida a los ambientes y hasta del Viejo Pastor Ingles que se le sentó al lado desde que llegó. Ella insistía, a través de gestos y conversaciones planteadas eludir el tema, y él, esbozando una sonrisa, accedía a esa súplica silenciosa de no hablar de lo otro.
Ante cada mirada se acariciaban a la distancia, se besaban, se abrazaban sin rozarse. Él reconoció en ella la misma sonrisa que manifestaba cuando los nervios la asechaban; el mismo movimiento de retorsión de los lazos del largo cabello negro con los dedos de la mano derecha. Y sobre todo volvió a disfrutar de la rubosidad de los cachetes cuando él la miraba con esos ojos profundos como en aquellos años, situación que pensaba que era sólo parte de los recuerdos. Observó que su cuerpo presentaba una belleza única producto de su estructura natural y el tiempo transcurrido. Deseaba poder volver a tomar y disfrutar esa cintura cuidadosamente moldeada por la cultura de antaño.
Ella encontró en él la misma suavidad en el tono de su voz y la misma elocuencia y tranquilidad para hablar que la llenaba de paz y admiración. Pudo experimentar, nuevamente, esa mirada penetrante que le fascinaba con ese color de ojos semejantes a los de una anaconda. Y esas manos limpias de cualquier tipo de polvo, cuidadas especialmente, en su imaginario, para ella.
Los dos pudieron sentir, en esa larga conversación, la adoración que aún existía. Jugaban a seguir conversando como dos amigos que se encuentran luego de años. Los diálogos pasaron al plano personal, a los estudios adquiridos, los trabajos realizados y hasta las experiencias matrimoniales en las que fracasaron. Un silencio se produjo entre los dos al admitir la tenencia de hijos con otras parejas. Fue como admitir el paso del tiempo que los había alejado en tantos años...
Las miradas se encontraron sin poder alejarse, distanciarse, quebrarse. Los gritos del silencio se llamaban. Un fuerte abrazo los unió. Palparon sus nuevas formas y recordaron las líneas conservadas y, entonces, las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de ambos.
Se quedaron un largo rato envueltos en ese abrazo sincero y profundo. Esas caricias significaban mucho más que las palabras…
XIII.
Se conocieron en el 76.Ella lo había esperado unos años después en la estación de Córdoba, cuando regresaba de la ciudad de Tucumán, él tenía que viajar desde Rosario donde vivía y de donde le había mandado durante cuatro años aquéllas inocentes cartas que le entregaban religiosamente, en la puerta de su casa, los primeros de cada mes.
Eran las cartas de papel y tinta, las únicas que se escribían en ese tiempo, las que se esperaban en días enteros, las que aunque trajeran sólo tres líneas tranquilizaban a los enamorados solamente por recibirlas.
Se veían cada verano, en Mar del Plata, ella iba con sus padres y Cecilia, él, con Vìctor en un jeep destartalado y eran las personitas más felices del mundo, corriendo en la arena hasta el anochecer.
Se oían pasos de botas, apurados, gritos ahogados, frenadas, portazos, llantos y…disparos.
Y sobrevino la clandestinidad, la lucha armada, y de él no supo nada más.
Diez años había estado desaparecida en la profunda oscuridad de los sin nombre, era una “NN” como tantos otros.
Y en sus ojos se había instalado una sombra, un fuego apagado, una ausencia, una pena.
Y él, con el alma vendida ya ni sabe a qué cuartel.
Algo los unía desde que se vieron la primera vez, sí, lo sabían, pero también los separaba un vacío indecible, un abismo al que caían uno a uno como las hojas de un almanaque los años en que uno ametrallaba y otra marchaba, en rondas, de pañuelos blancos.
Temían a los recuerdos, a las palabras, a lo que no se nombra. Pero al pasar las horas y cuando el silencio hizo al aire de la pieza de hotel irrespirable, ella preguntó:
-¿Y vos?, ¿Dónde estabas?
Supo entonces que había estado cerca, todo el tiempo, que no se encontraron porque esa misma noche la habían trasladado a otro lugar, que sus vidas nunca podrían unirse, y que él sería la primera persona con la que elegiría no estar.
Se despidieron cuando llegó al andén el último tren.