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domingo, 27 de octubre de 2013

Edith Vera

Memorias de Edith Vera

La maestra y el niño

“Soy necesaria al ponerse el sol
porque ¿quién vigilaría las estrellas?
¿quién miraría si cada trébol plegó sus hojas?
¿quién apagaría los fuegos encendidos?
¿acaso te preocuparía el ladrido lejano
            de algún perro solitario?
Ya ves, ése es el momento
            de mis preocupaciones.
Y camino como si llevara atadas a mi cintura las llaves de la noche.”



Muchos son los caminos que tiene la literatura. Escribirla, leerla, enseñarla son algunos de los meandros de un discurso que se desliza sobre la piel de la cultura. También la literatura hunde sus raíces en la historia, la sociedad y las ideologías. Esto la hace apasionante, grata, pero no simple. La literatura no es solamente un conjunto de libros escritos por gente talentosa, y que, en el mejor de los casos, gana dinero. La literatura es una práctica densa que involucra al escritor, al lector y toda una cultura detrás para ‘decir sobre el mundo’.
Edith Vera es quizás una de las más importantes poetas de Villa María. Maestra, poeta, música, pintora, enseño a jugar con ese mundo difícil y apasionante que es la literatura. En este brevísimo escrito no me referiré a su obra, de la que hay abundante bibliografía. Más bien contaré una historia personal vinculada con los talleres creativos para la enseñanza de la escritura literaria a adultos mayores. De algún modo quiero rendir un humilde homenaje a la poeta que estuvo en nuestras aulas universitarias de PEUAM dejando en ellas, quizás, los que serían sus últimos poemas. Aquí va.




La maestra y el niño

Un niño saca punta a unos crayones en el borde de una mesa descolorida. Todo huele a tiempo y a paraísos recién florecidos. No hay demasiados ruidos, la tarea sobre la hoja es importante, no sólo porque son los primeros trazos de una escritura que se desmadeja en un lenguaje que conocen los niños y los pájaros, sino también porque han sido dichas por una mujer que tiene una autoridad firme y dulce al mismo tiempo. Rojo, azul, amarillo, reparten la paleta del niño; un lápiz se hace cielo, otros toman la forma de un árbol; otros tal vez se asemejen a la tierra. La maestra mira las hojas con los ojos más mansos que se puedan imaginar. Sus pupilas giran al compás de la mano infantil y el rústico arte recién descubierto. Y entonces el niño siente el aleteó de una mano invisible que le ayuda a nadar en esos lenguajes todavía difusos entre el dibujo y la palabra. El niño siente placer ver cómo se hacen fáciles las cosas. Algo íntimo estaba ocurriendo en esas mañanas de 1968. Estaba aprendiendo a volar con aquello que definiría su oficio de adulto: la literatura y la escritura. La maestra de la que hablamos es Edith Vera; el niño soy yo en un jardín de cinco años en un famoso colegio de nuestra ciudad.


Son las cuatro de la tarde. El verano parece anunciarse con toda su premura. Los alumnos son adultos mayores y ya han entrado y se sientan lentamente en sus bancos. De algún modo son nuevamente adolescentes o niños. Van al colegio de nuevo y tienen que hacer la tarea y escuchar al profesor. Enseñar a un adulto no es sencillo, es una tarea rara que requiere alguna destreza. Rara porque el profesor, casi siempre, es mucho más joven que el estudiante. Pero los adultos son deslumbrantes y acompañan al maestro con sus miradas. De todos ellos se destaca una señora vestida de riguroso negro que hace unos meses viene a tomar clases de escritura creativa. No parece muy apurada. La lentitud no disminuye la agudeza de la mirada, atenta y pacífica al mismo tiempo. Como deslizándose en un mar que no conocemos mira a todos, sonríe, no habla mucho. Hay una grandeza en ese silencio que habla. Todos la conocen. No hacen falta presentaciones. La consigna de hoy es escribir haikus. Esos poemas del tamaño de las manos de un artesano oriental. Miniaturas de una escritura a la vez encriptada y transparente. Trozos de una mirada plástica del mundo. Por eso es tan difícil hacer el poema más pequeño. El profesor ha dicho algunas cosas, ha mostrado ejemplos de haikus. Ha dado algunas mínimas indicaciones. Los alumnos miran devorando las palabras que resbalan por las paredes y comienzan el ritual de la escritura. Unas voces parecen empezar a dibujarse en el papel. Ligeros trazos de un lenguaje volaban como pájaros sobre las hojas. En el aula se ha detenido el tiempo porque el haikus es difícil como un arte marcial. La señora vestida de negro esta particularmente atenta a su escritura. Un pequeño trozo de papel, casi transparente se ha empezado a llenar de figuras diminutas. Como dibujos de una mano infantil, sus pequeños haikus se van desplegando. El profesor recordó los años de su jardín, los lápices de colores, el aleteo del corazón cuando venía la hora de una maestra que él quería mucho. Tiempo de lecturas. Uno a uno los poemas se fueron desplegando en el aire de la tarde. Praderas, cielos, cerezos y flores llegaban desde las voces. Un hombre llenando un cántaro al borde de un arrozal; dos pájaros posándose en los contornos de una flor. Todos eran muy buenos haikus. Todos esperábamos los poemas de la señora de negro, pero no leyó, sólo dijo que los haikus eran difíciles de escribir, aunque sus hojas estaban repletas de poemas tan frágiles y luminosos como las manos del mejor poeta oriental. La señora de negro era Edith Vera; el maestro era yo.

En una de las tantas paradojas del tiempo, la literatura nos había puesto, cuarto décadas más tarde, nuevamente frente a frente, aunque estoy seguro que en esa tarde soleada de noviembre del año 2000, el que seguía aprendiendo era yo.


Fabián Gabriel Mossello
Febrero de 2012




[1] Introducción y foto extraída de la revista Imaginaria. Revista Quincenal sobre Literatura Infantil y Juvenil. 30/3/10. Marcela Carranza.

[2] Publicado en la Revista Universitaria de Adultos Mayores SENDERO ISSN 15156710

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