Los juegos de espejos
Poética y subjetividad en Olga Orozco
Las máscaras, los ritmos y los tonos de Olga Orozco (1920-1999) distinguen una de las poéticas más relevantes en la literatura argentina del siglo XX reconocida en el ámbito general de la lírica en lengua española. Este volumen reúne una decena de investigaciones originadas en universidades argentinas y del exterior que actualizan el legado de la escritora y trazan un itinerario de sus efectos de lectura. Se analizan, con diferentes enfoques, las modulaciones, los desdoblamientos y las inflexiones de una subjetividad poética en constante mutación. Es una muestra de la potencia creadora de una de las voces que supo explorar, como pocas, los límites y los pliegues de los “juegos de espejos” donde se diluyen las fronteras de lo conocido y se enfrenta la inasible subjetividad del lenguaje poético. Compiladoras Dra. Graciela Salto, Dra. Dora Battiston y Dra. Sonia Bertón.
En este libro incluyo mi artículo "Escritura detectivesca, mirada existencial y procesos gnoseológicos en la prosa de Olga Orozco". Un trabajo que conjuga aportes de la teoría del policial y la estética de la poeta pampeana.
El libro es de acceso libre y se puede descargar desde la página de la Editorial Teseo.o, G.; Battiston, D. y Bertón, S. (comps.) (2020). G.; Battiston, D. y Bertón, S. (comps.)
os jos. Poética y subjetividad en Olga Oro. Buenos Aires: Editorial Teseo.os Aires: Editorial Teseo.
Libro de lectura gratuita
https://www.editorialteseo.com/archivos/17575/los-juegos-de-espejos/
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Escritura
detectivesca, mirada existencial y procesos gnoseológicos
en la prosa de Olga
Orozco
I.
Introducción
La obra en prosa de Olga Orozco es
particularmente compleja en recursos, no solo narrativos, sino también
poéticos. Una densidad temática y estética que permite concretar recorridos de
lectura diferenciados, tanto por la perspectiva crítica adoptada como por los
objetivos exegéticos planteados, entre otros aspectos, a los fines de iluminar
ciertas regiones de una escritura siempre abierta a una multiplicidad de
enfoques. Entre las muchas y posibles lecturas se abre un espacio para una
crítica sobre la prosa orozqueana que asocie ciertas problemáticas recurrentes
en la escritora, tales como la diversidad de lo real, las máscaras, los juegos
de las apariencias, con una mirada que denominamos detectivesca. De algún modo,
el punto de vista enunciativo propuesto por Olga Orozco en su prosa se acerca
al de una detective que escudriña lo real -tanto en el plano material como
simbólico- en busca de los enigmas de la existencia en sus distintas
dimensiones que incluyen lo visible de las cosas junto con ese otro sobrerreal
que se despliega, a manera de sombras, en los pliegues de un mundo/otro solo
accesible para la poeta-detective. En este artículo buscamos poner en relación
algunos capítulos de la obra en prosa La
oscuridad es otro sol (1967) con esta mirada detectivesca enlazada con
problemáticas existenciales y gnoseológicas propiamente orozqueanas.
La oscuridad es otro sol (1967) es quizás el principal libro en prosa de Olga Nilda Gugliotta
Orozco, conocida como Olga Orozco, escritora argentina nacida el 17 de marzo de
1920 en Toay, La Pampa, Argentina. Los capítulos del libro plantean un conjunto
de historias centradas en el personaje Lía, actor que funciona como máscara de
otra voz adulta en la que reconocemos a la misma Olga Orozco, para contarnos
sobre experiencias infantiles y de la primera adolescencia en un entorno que
recuerda a su ciudad natal. La serie de capítulo del libro: “Había una vez”, “Y
todavía la rueda”, “Nanni suele volar”, “Las enanas”, “DTG 4”, “Misión cumplida”,
“Y después ya no estaban”, “¡Despertad y cantad, moradores del polvo!”, “¿Por
qué estarán tan rojas las begonias?”, “La reina Genoveva y el ojo de alcanfor”,
“Por amigos y enemigos”, “Comida para pájaros”, “Bazar de luces rotas”, “Unas
tijeras para unir” y “Juegos a cara y cruz” despliegan distintos momentos,
aventuras, experiencia de una niña o preadolescente, Lía, en un entorno de
pequeña ciudad; experiencias que, además, son punto de partida para el planteo
de temas propiamente orozqueanos. En particular, “¿Por qué estarán tan rojas
las begonias?” cuenta la aventura de Lía junto a Ruth, Laura y Miguel a una
casa abandonada en la que ha acaecido un cuádruple homicidio. Un padre
enloquecido había asesinado a sus dos hijas, esposa y abuela. Lía reconstruye,
en el transcurso de la travesía infantil, los distintos momentos del crimen
desde una mirada íntima que involucra miedos, curiosidad, deseos de saber sobre
lo visible y lo invisible que cruza la escena del suceso.
La característica principal del texto, a nuestro
entender, reside en la doble mirada que cruza a la voz enunciativa, en tanto
por momentos es Lía, niña la que mira el mundo y, por otros, es un enunciador
adulto que intercepta esa voz infantil para decir desde la complejidad
lingüística y poética que el lector reconoce en la poesía de Orozco. Esta
estrategia densifica la prosa, la vuelve polivalente y ‘porosa’ en lo poético
para un lector avezado que reconocerá hilos conductores en distintos momentos con
la obra de la poeta.
Como referimos más arriba, nuestro trabajo
intenta una lectura, en particular, de uno de los capítulos de La oscuridad es otro sol (1967) para destacar
esta doble mirada de mundo desde Lía-Olga. Desde una perspectiva teórica que
incluye aportes de la semiótica textual y enunciativa, en conjunción con la
estilística, trabajaremos como relato policíaco el capítulo “¿Por qué estarán
tan rojas las begonias?” en el que el personaje central, Lía, alter ego de Olga, despliega un punto de
vista detectivesco sobre los misterios de la vida, la muerte, el mal, la
violencia, la criminalidad, entre otros.
II.
Mirada detectivesca en “¿Por qué estarán tan rojas las begonias?”
El suceso policial que refiere el capítulo
escogido de La oscuridad es otro sol
(1967) es particularmente interesante para contar sobre los cruces posibles
entre poesía y género policial en Orozco y, así, instalar una manera de abordar
ciertos textos de la poeta desde una mirada que plantea una lectura novedosa.
Si analizamos el título del libro, en el
que se inscribe el capítulo a estudiar, el enunciador propone una serie de
efectos de sentido clave para nuestra propuesta de lectura detectivesca. En
efecto, el signo “oscuridad” se hace luminoso para una-otra lectura de lo real,
en tanto mirada que implica indagar, desde la visibilidad de la materia, los
invisibles que cohabitan el mundo. El título metaforiza procesos dispuestos en
la interpretación del mundo desde la axiología orozqueana, que es mirada
gnoseológicamente activa para desenmascarar en el mundo y desde el mundo tangible
(la oscuridad=devenir) los ‘pliegues’ de otras realidades (otro sol), muchas
veces solo accesibles bajo el influjo de la mirada poética. De algún modo, el enunciado
despliega la idea de que es solo Lía, niña y otras veces adulta, la que puede
ver “ese otro sol” cognoscible a través de la influencia de sus sentidos y su
intelecto sensibles a lo suprarreal. En este marco de conocimiento “¿Por qué
estarán tan rojas las begonias?” es un capítulo interesante para dar cuenta de
esta exploración de lo no visible, en tanto texto que es una indagación desde
lo vegetal sobre las formas de la muerte en unos crímenes horrendos plasmados,
simbólicamente, en esas hojas rojas, metonimia de otros rostros, de otras sangres
derramadas.
El texto se inicia con un recorrido
constituido en travesía peligrosa de Lía y sus amigos hacia una casa en ruinas
que guarda los vestigios descoloridos del cuádruple asesinato, por lo que el
trayecto es en sí esa forzada parte “de la peligrosa excursión” (Orozco 91).
Desde una enunciación oscilante entre Lía-niña que ve desde sus propios miedos
y, al mismo tiempo, una mirada adulta en la que reconocemos a Orozco-poeta, se
despliega una particular percepción de mundo entre lo real y lo suprarreal. Unas
veces inocente contemplación del entorno en el que el cielo parecía “sorprendente.
Por momentos me mareaba (…) Hubiera querido recortar un trozo y llevármelo conmigo”
(Orozco 91). Otras, esta cosmovisión naif
se conjuga en la prosa orozqueana con la percepción poética-adulta rompiendo, en
parte, la isotopía estilística que organiza el relato infantil para darle al
texto su espesor filosófico: “(¡Qué cielo hecho con pedazos de distintas
cosmogonías! (…) ¡Si pudiera resucitar en ese cielo de todos los cielos! (…)
¿Se podrá caminar por esta gran nube negra? ¿O será un agujero por donde caeremos
a otra tierra? (Orozco 91).
Imagen propiamente de Orozco que conjuga
cielo-tierra, ascensión a otro mundo de las cosas eternas y bellas, mientras se
camina sobre un espacio terrestre atravesado por las dudas del devenir. Cielo
azul que invita a la conexión con los arquetipos de lo bello, mientras a sus
pies y a su “alrededor se alzan unos troncos sombríos: los centinelas de carbón,
la negra ronda de los penitentes” (Orozco 92) como anuncio, en el recorrido, de
los crímenes perpetrados por “la mano del asesino, esa mano a la que no le
bastaron los cuatro cuerpos aniquilados por el fuego sin llamas para
calentarse” (Orozco 92).
Es decir, desde los primeros párrafos, el
relato focaliza distintos niveles conceptuales que reubican y definen al enunciador
orozqueano que juega con los planos superiores de la existencia, resignificados
como puros, bellos, eternos y los planos inferiores, asociados a lo bajo que el
relato liga a la tragedia filicida, pues “allí fue el crimen, ¿y por qué no
incendió la casa si era eso lo que quería destruir?” (Orozco 92). Esta
observación de Lía-niña y adulta al mismo tiempo, despliega el encuentro con
los restos de un crimen familiar del cual ella ve, más allá de las marcas típicas
de los relatos policíacos, la ontología profunda de la realidad que convierte
una familia en infierno. La palabra infierno no es casual, pues está dispersa,
también, en la poesía orozqueana como un sino ineluctable de aquellos que
violan el equilibrio misterioso de las cosas.
Es así que, además de referirse al victimario
como aquel apresado por la policía para restituir, en parte, el orden social a
través de la justicia, Lía percibe al padre filicida en el borde del sendero y
sabe que es aquel que ha encontrado su propio destino disfórico cuando mataba
para luego sentarse a esperar su detención. Sentarse, esperar el destino de reo
“tal vez sólo hayan conseguido prolongarle el penúltimo” (Orozco 92) infierno
de su condenación.
De esta manera, Lía conjuga miradas
existenciales que dirige al interior de las cosas para “no respirar los bordes
indestructibles del infierno y del crimen” (Orozco 92) y contextuales hacia
afuera (casi panóptica), como detective iniciática, para ver el rostro de los
otros, para contemplar a Miguel, Laura y Ruth. Es decir, miradas que ligan
signos dispersos y, así, construir fanerones diversos a medida que avanzan
hacia la casa en ruinas.
Esta doble perspectiva centrípeta y centrífuga
encuentra su correlato en el dispositivo enunciativo oscilante entre un perfil de niña
(Lía), en aventura por montes, hierbas, eucaliptus, cosas abandonadas y la casa
que esconde un enigma, y una voz adulta que evalúa existencial y poéticamente
lo que la primera dice. Es decir, en el primer nivel enunciativo Lía es la que
siente el peso del miedo infantil pues "si me diera la mano me atrevería a
respirar mejor" (Orozco 93). Lo que contrasta con esa otra voz que ve el
tiempo desde la melancolía de cosas hechas "polvo, historias inconclusas,
vestigios de una época irreconstruible, que sin embargo respira agazapada en
todo cuanto se mira" (Orozco 93).
La casa abandonada es la escenografía de
la historia construida en el relato "¿Por qué estarán tan rojas las
begonias?”. Casa convertida en muestrario de pasados esplendores y presente de
vidrios rotos, ventanas clausuradas, canteros vacíos y polvo sobreimpreso en
las cosas. Una configuración de abandono, siendo Lía la única que percibe,
detrás de la máscara decadente, un espacio no vacío, colmado de presencias que
anuncian el “comienzo de aquel infierno que ahora va a continuar en mí" (Orozco
93).
Es significativa la resemantización de esa
casa en ‘barco’ a través de una metáfora que la ubica anclada en las arenas de
un pueblo semejante a Toay y que invita a ser descubierta. Lo acuático de la
casa-barco se asocia con otra imagen minimalista del interior que emerge en el
momento en que los aventureros abren la primera puerta y “en el vacío que se
abre y me incluye aparece y me rechaza un cuadro para mirar con los ojos
cerrados” (Orozco 94). La imagen del cuadro es una figura insistente en todo el
libro La oscuridad es otro sol a
partir de la cual se instala esa necesidad de Lía de ver, más allá de las cosas
tangibles, un mundo de relaciones y reminiscencias existenciales que la mirada
detectivesca pone en primer plano para desplegar obsesiones y fantasmas
asociadas a la mente que mata:
Un rayo de polvillo dorado lo atraviesa en diagonal; fluye y forma una
mancha brillante en la parte más baja; sedimento
de oro delator, sangre de mariposas alcanzadas por el crimen, ¿por qué vuela
hacia abajo y se condensa en la borra del tiempo? (Orozco 94).
Porque la casa es el lugar del crimen
magnificado por el filicidio; esas muertes inocentes que desbordan las leyes
que explican la lógica de las sociedades y configuran el colmo. Por eso el
enunciador, posicionado en Lía, no ve solo salas vacías sino la múltiple
encarnadura de lo real en donde se atesora, detrás de lo visible de esa
escenografía de aventura infantil, la densa existencia de seres que se han ido
y, al mismo tiempo, están ahí. Esta otra percepción se organiza desde lo
indicial hacia lo simbólico a través de signos en apariencia aleatorios en un
espacio de percepciones y supra percepciones que arman ese otro cuadro en la
mente de Lía:
Ahora empiezan a aparecer algunas formas, formas que quizás solo estén
inmovilizadas por la sorpresa, que quizá nos contemplen. Y de pronto Miguel
irrumpe en el interior del cuadro. Lo seguimos; yo, la última, con un ala de
escarcha (Orozco 94).
Así, estos índices separan objetos
discriminados por la mirada detectivesca como partes de un rompecabezas que Lía
empieza a vislumbrar y ligar en sus constituyentes: cuadros, reloj de pared
detenido en una hora incierta y, tal vez, fatídica, una sala polvorienta, tres
sillones de tapizado verdoso y un espejo roto “invadido por el reflejo agónico
del musgo y los helechos” (Orozco 94); imagen decadente que termina con un
piano. Fanerón mistérico registrado por Lía en el que todo es polvo, arena,
sedimento de horas, días, semanas, pero extrañamente para la detective “a pesar
de que todo huele a polvo, todo aparece como debajo del agua” (Orozco 94).
Esta observación del interior de la casa
del crimen desde lo acuático es parte de un complejo perceptivo que funciona de
manera metafórica respecto a los hechos de sangre ocurridos. En este sentido, la
casa se hace acuática para esconder, detrás del polvo ‘húmedo’ de las cosas,
los fantasmas de aquellos que han estado y ahora deambulan, ‘navegan’ en su
espectralidad. Todo este movimiento es captado por el enunciador detectivesco
quien, posicionado en la mirada de Lía, siente que las muertes acaecidas en la
casa y la escena de los ahogados del cuadro se asemejan:
El barco (…) Se inclina, sin embargo, amenazado y amenazador, con las
velas tensas bajo la borrasca que se apaga y se enciende. Más allá (…),
empiezan a surgir hasta la superficie las caras que se ahogaron. Si las miro,
me contagian, me arrastran hasta el fondo (Orozco 95).
De este modo, miradas, índices y registro
de lo acaecido se hacen empáticos con la que mira. Lía siente lo mismo que los
que se ahogaron en el cuadro, imágenes de esos otros sofocados en las
habitaciones. Esto vuelve la enunciación hacia lo existencial, en tanto el que
mira descubre pliegues misteriosos entre las cosas, lo que recuerda a otras
series literarias, por ejemplo, aquella clásica imagen de El Túnel (1974), de Ernesto Sábato, en la que Castel descubre a
María mirando una pequeña ventana en su cuadro, detalle que esconde las claves
de la existencia de los personajes. De alguna manera para Lía el espacio está
atravesado por ventanas invisibles, “sería mejor un mundo de ventanas (…),
pregunta en mí la vocecita enemiga, siempre alerta” (Orozco 95); ventanas hacia
mundos experienciales muchas veces distantes u ocultos.
La casa es misterio de puertas clausuradas,
comedores vacíos, cortinas desgarradas y escaleras crujientes. Un espacio que
encierra un enigma que hay que recorrer para desentrañar, y este recorrido
puede desatar antiguas fuerzas que el tiempo ha atado en la quietud de las
cosas. De un modo semejante a lo que cuenta Jorge Luis Borges en su relato “La
cámara de las estatuas” de Historia
Universal de la infamia (2011) en el que las cosas encerradas por el tiempo
son expuestas a la luz, lo que desata antiguas energías, en el relato de Orozco,
los niños aventureros en la casa-barco han abierto algo prohibido que cohabita
detrás de la quietud, siendo Lía con su mirada ‘bifocal’ la que lo percibe: “estamos
subiendo la escalera (…) Laura y yo pensamos en subir, (…). Es una especie de irresistible
vértigo hacia arriba: la atracción del misterio y la velocidad del miedo (Orozco
95). Para luego abrir el relato hacia una mirada interior, que subjetiviza el
referente y lo hace propio e interno: “siento la piel las burbujas de aire
helado con que me aspiran desde lo alto a sacudidas, a través de un embudo que
comienza en la boca de mi estómago” (Orozco 95).
Porque los crímenes ocurrieron escaleras
arriba y es Lía, en ese doble papel de niña- detective la que siente la
invisible atracción del misterio. A través de un mecanismo gnoseológico que
corre desde la exterioridad a la interioridad, para instalar la duda sobre el
estatuto ontológico de las cosas, dice “¿es mi propio sabor, el sabor de mis
últimos momentos que pasan a toda velocidad por el embudo que me lleva” (Orozco
95).
Cima de la muerte en este primer piso de
la casa, ahí está el horror de las “baldosas rojas (…) que también deben
atenuar la sangre que las tiñe” (Orozco 95), para dejar explícito el trabajo
del crimen en toda su dimensión. Entonces, el enunciatario asiste a las
implicancias y los implicados en un cruce, entre la crónica de los hechos desde
la extratextualidad y lo que el enunciador va reconstruyendo del incidente de
un:
Padre ejemplar, buen hijo y mejor marido, que mató a cuatro inocentes en
un ataque de locura, por celos injustificados (…). (¿Y a los niños por qué? ¿Y
qué hubiera sido de ellos sin la madre? (...). ¿Y la anciana, por qué? (…)
irreprochable asesino (Orozco 96).
Es interesante la constitución del espacio
interior de las habitaciones. Lía escudriña los intersticios de la muerte en
los cuartos "clausurado(s) por el tablón que atraviesa la puerta de lado a
lado” (Orozco 96); cuartos que intenta desbloquear para mirar, ligar los
índices dispersos, unir las partes de una historia que ha estallado como un ‘espejo
roto’ y que, al mismo tiempo, es un todo que desborda lo tangible para exponer
el horror.
En esa mirada que se adentra en la realidad,
Lía es la única que percibe la existencia de esos otros muertos que
"siempre quedan: todo lo que se va queda, y no en un solo lugar (...) Lo
que se va crece después en todos los rincones" (Orozco 96). Una hiperpercepción
que ilumina los lugares ocultos del suceso policial, para construirlos a partir
de la mirada diferencial que integra los datos exteriores, a través de índices
espaciales, temporales, actoriales y de acción en torno a esos objetos
asociados al crimen. Sin embargo, las inducciones, deducciones y abducciones de
la detective no la llevan solo a despejar el misterio, sino, también, a
producir fenómenos de identificación pasional a medida que avanza entre cuartos
vacíos, escaleras y espejos. En ese proceso empático, las metonimias son
importantes en tanto las partes de la casa operan a manera de ‘alfabeto’ que
hay que leer pieza por pieza, como si fueran palabras o sílabas de un mensaje
escrito entre la vigilia y el sueño; lenguaje que cuenta, desde esas cosas,
sobre los crímenes:
Aquí denuncia y oculta imperiosamente lo que hubo, con todo lo que se
puede descorre apenas un milímetro (...). La cama desguarnecida, con
intenciones de echar por la borda ese colchón doblado, donde sin duda se
sofoca, se sofocó (...). Y los cajones de la cómoda, que tratan de respirar
todavía por última vez (...). Y el ropero capaz de sentir, de consentir a cualquiera
cosa, de escamotear al malhechor sin dejar rastro (Orozco 97).
Este tipo de lectura indicial, entre la
mimetización con los objetos y su personificación reafirma la construcción del
enunciador detectivesco que se sitúa en los 'trasfondos' del suceso policíaco
para indagar sobre la naturaleza violenta del victimario que puede estar del
"otro lado, donde él puede estar de pie" (Orozco 97).
En este sentido, Lía reconstruye la
tragedia entre el temor y la curiosidad; entre la angustia y la necesidad de
saber; entre el asombro y la desdicha de ser lúcida, consciente en un grado y
profundidad mayor a sus amigos de aventura, de que el padre homicida ha dejado
a las víctimas espantadas y agazapadas detrás de espejos y escaleras. Esta
lucidez la ubica en un estado de permanente vacilación, entre querer-saber y no
querer-saber de esos "otros" en los espejos. Espejos que avizoran
"una conjunción de otros rostros que llegarían después o esos rasgos se
dispersaron para que los amara después, en su tiempo, en otros rostros" (Orozco
98).
En este planteo, el texto orozqueano no
puede evitar poner como centro de la enunciación al Yo, cuya actividad implica
dos mecanismos complementarios: el primero, salirse hacia la exterioridad para
leer el mundo y, el segundo, volver al centro del sujeto que mira habiendo
subjetivado esas percepciones. En ese sentido, el crimen de los niños, la madre
y la anciana pasan por la grilla de sujeto que ubica a todos esos muertos desde
el "fondo" (Orozco 98), donde se abisma “una inscripción
indescifrable, un remolino (...) un fulgor" (Orozco 98).
Fulgor, palabra por excelencia de Olga
Orozco, de otras verdades, que como conjeturas se entretejen con las miradas,
para saber sobre el mundo. El crimen se inscribe en esta cosmovisión que el
enunciador despliega, en la que la aserción racional es reemplazada por la
duda:
Todavía no sé que la respuesta es
otra pregunta. Cuando lo sepa creeré, contra
toda evidencia en contra, que la afirmación está estampada como un sello
sobre la
eternidad (...) y la
pregunta está tan lejos de mis labios, enredadas en los hilos de
mi ignorancia (Orozco
98).
Cosmovisión orozqueana sintetizada en esta
cita, en tanto la imposibilidad de saber todo, instala la duda y la zozobra de
sujeto que busca. El mundo es un mapa a descifrar, pero las claves no están
visibles y, tal vez, se encuentren en territorios inexplorados, para muchos
inexpugnables y solo accesibles a través de los sentidos suprasensibles de Lía.
Este ‘viaje gnoseológico’ se configura en esa visión que se abisma en las hendijas
que ha dejado la muerte. La niña descorre los velos de la tragedia, cuenta los
rostros y percibe los muertos que han habitado esa casa y que ahora vuelven
como invocados por la mirada. Ella atrae esos otros rostros que deambulan por
corredores y espejos, y se mezclan con las imágenes de Miguel, su amigo, el
mayor y único varón de los aventureros, tanto que sus "ojos se quedan
detrás de una puerta que cierro para siempre, cuando ya se han ido de mis ojos
en otra cara" (Orozco 99).
Esta oscilación entre la historia acaecida
en las habitaciones abandonadas y la historia de la misma detective complejiza
el cuadro investigativo para proponer cruces sutiles entre las muertes visibles
y esos otros muertos del porvenir figurativizados en amores perdidos, puertas
cerradas, ojos olvidados y soledades. Lía prueba diferentes dimensiones en una
enunciación que se hace conjetural y, así, poder contar sobre los dobleces de
la realidad. En el texto que analizamos, las cosas se repiten como espejos
enfrentados en otros tiempos (pasados o porvenir), y ese es uno de los núcleos
de la axiología circulante en tanto el tema del cuádruple asesinato familiar
funciona como contrafondo de las grandes obsesiones, en la extratextualidad, de
la poeta:
Laura me mira un poco sorprendida, pero se entrega inmediatamente a un
rapidísimo inventario de todo cuanta ve. (Ese cuarto entrará conmigo en otros
cuartos. Me acompañará con mi silencio, mi confusión, mi ignorancia y el
misterio sin resolver (Orozco 99).
Espacio de las epifanías y descubrimientos,
la casa no está sólo hecha de materia contable sino, también, de eso intangible
acumulado en los rincones y proyectado en el presente desde un continuum temporal que se filtra por las
puertas y ventanas; invisibles a los ojos de Laura y Miguel, pero si
perceptibles ante los perturbados sentidos de Lía.
En el relato es destacado un momento en
que la historia justifica su nombre pues, ¿de qué begonias estamos hablando?, ¿por
qué begonias y no otras plantas? Las begonias son el punto de enlace entre la
niña que mira y escudriña el escenario de las muertes y escenas del porvenir
que se despliegan desde el pasado hacia el futuro. Ese enlace entre lo vegetal
y el crimen se concreta en un espacio específico dentro de la casa:
El lugar que ha encontrado Laura sería para quedarse si no fuera por
todo lo que puede llegar. No es más grande que un balcón y está cerrado de
vidrios transparentes bordeados por una hilera de macetas rotas, terrones de
tierra reseca y papeles arrugados (…) Hay uno con una mancha viva que parece
una flor. (¿Por qué estarán tan rojas las begonias?, me preguntará a veces en
sueños la misma anciana desconocida (...) como si quisiera indicar que alguien
o algo las tiñó (Orozco 100).
Begonias que funcionan, además, como símbolos
que remiten a las convenciones del género policial a partir de la asociación
semántica rojo-begonias-sangre y los crímenes. Así, ese qué "las
tiño" (Orozco 101) con la sangre de los "dos niños, una mujer joven y
la abuela” (Orozco 101), está metonímicamente en esas hojas marchitas. Esta es
una de las claves del relato orozqueano, en tanto una matriz existencial y
fantástica se sobreimprime a una policial para hablarnos de un real que llama
desde sus índices dispersos, desde otro mundo de cosas y personas que pueden
aparecer "desde cualquier lado o que se haga visible o se manifieste al
conjuro de una fórmula que no conozco y qué tal vez esté enunciando yo misma” (Orozco
102).
Así, Orozco construye este enunciador
detectivesco en el límite de otros recursos genéricos como es el fantástico y
la estética surrealista. Podríamos decir que los hechos policiales que el
relato ha escogido se ven modulados por esos otros pliegues de lo real que
coexisten en la vigilia y que la detective-Lía percibe a través de sus
finísimos sentidos a manera de perturbaciones invisibles que producen las copresencias.
Entonces los espejos se trastornan y muestran otras personas; las escaleras
crujen sin que nadie las transite, las fotos hablan de otros rostros. Lía
percibe todo esto, unas veces ligado, en otras inconexo, para remitir al
cuádruple homicidio desde una interioridad sensibilizada existencialmente por
las muertes pero, también, perturbada por un devenir que pone al sujeto como
centro de percepciones y premoniciones, de muertes que invocan otras muertes,
de amores que remiten a otros amores y de pasiones que conectan con otras
pasiones y desencuentros, y que en el relato que analizamos se discursivizan en
esa imagen fantasmal de la abuela eternamente regando las begonias:
¿De modo que no estaba en el pasado sino en el porvenir? ¿De modo que
era esta la escena que esperaba, el peligro emboscado, el conjuro que me
fijaría a este bloque en el que estoy definitivamente paralizada en el mismo
lugar? ¿Volveré a ser alguna vez algo más que esta estría pequeña y temblorosa?
¿Podré crecer desde esta insignificante sombra que se contrae y se mete en sí
misma para desaparecer? (Orozco 103).
Fantasmas y temporalidades se ligan en
esta percepción detectivesca que convoca a los que no están desde los restos de
la tragedia: “entonces oigo el ruido (…). Los pies desnudos se deslizan
lentamente, arrastrándose por los peldaños para dominar los crujidos” (Orozco
105).
Lía termina de mirar con una última
percepción al finalizar el recorrido por la casa. Cómo ocurrirá en otros
momentos del texto La oscuridad es otro
sol, las mujeres mayores: ancianas, abuelas, madres y tías están cerca de
Lía para contar sobre el tiempo y las cosas. La anciana asesinada es el último
contacto entre las fronteras de lo real y la fantasmalidad, siendo las begonias
una manera de ‘puente vegetal’ entre dos mundos: el de los que miran desde la
realidad los escenarios de las muertes (Lía) y otro, invisible, el de los que
se han ido:
Detrás de una de las ventanas del
piso alto, la cara brumosa y grave de una anciana se asoma entre los incendios
y las flores rotas (...). La cabeza algodonosa se inclina sobre las llamas en
un gesto de advertencia y de reconvención que abarca hasta el final otros
senderos dentro de este sendero. ¿Por qué estarán tan roja las begonias? Tal
vez anuncien los crímenes inexplicables, tal vez la vana profanación (Orozco 106).
III.
Reflexiones finales
La prosa de Olga Orozco se destaca por su
densidad y espesor literario, lo que la acerca en gran medida a su poesía. En
nuestro caso, el análisis del capítulo “¿Por qué estarán tan rojas las
begonias?” nos ha llevado a la revisión de temas, recursos, símbolos y puntos
de vista desde donde la poeta mira el mundo, lo que permitió la construcción de
un enunciador detectivesco-existencial. Este enunciador se constituyó en punto
de vista privilegiado para trabajar aspectos destacados de su estética, en particular
la cosmovisión central que pone en tensión un devenir marcado por la caída, el
simulacro, las sombras y las máscaras y otro-mundo donde habitan los que se han
ido y los arquetipos, fulgores de “regiones que cambian de lugar cuando se
nombran, como el secreto yo y las indescifrables colonias de otro mundo” de Mutaciones de la realidad (1979).
Lía, a través del recorrido por la escena
de un crimen familiar, se ha adentrado en esas regiones innombrables con la
clarividencia de una poeta. Así, que en este relato “¿Por qué estarán tan roja
las begonias?” se hable de un crimen familiar aparece como motivo destacado y
recurso eficaz para que Olga Orozco proponga sus problemáticas centrales,
dentro de las cuales el único y gran enigma
sigue siendo la vida, "ese reino prometido que cambia de lugar y se
escurre debajo de la hierba a medida que avanzó” de Museo salvaje (1974).
Bibliografía
Borges, Jorge Luis. Historia
Universal de la Infamia. Buenos Aires: Editorial Debolsillo, 2011.
Orozco, Olga. La Oscuridad es Otro Sol. Buenos Aires:
Losada, 1967.
-----------------Museo Salvaje. Buenos Aires: Losada,
1974.
---------------- Mutaciones
de la realidad. Buenos Aires: Losada, 1979.
---------------- Poesía Completa. Buenos Aires: Adriana
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Sábato, Ernesto. El Túnel. Buenos
Aires: Surde, 1974.
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