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domingo, 20 de abril de 2014



En la atmósfera de Daniel Moyano

En la atmósfera (1984) es una nouvelle de exilio y nostalgia. Un texto que no había leído de Daniel Moyano y que la editorial El Mensú de Villa María, Córdoba, ha tenido el acierto de publicarla sola, como el mismo Moyano quería para este texto, que junto con la Cantata dijo “son los mejores textos que he escrito”.

Fabián Mossello

Novela de atmósfera, eso es En la atmósfera. Un texto que se construye sobre un espacio que se va haciendo en la red del relato. Moyano es un gran artífice de escenarios y como en sus mejores textos, Las cantataTía Lila, el espacio es lo que son los personajes.
Los personajes configuran la atmósfera en la que viven, como una semiósfera (Lotman), un mundo de signos, palabras, gestos, obsesiones, buenas y malas conciencias, nombres. Es decir En la atmósfera no sólo estamos ante una novela del espacio, sino también ante un tratado sobre la condición humana. Entonces el espacio se dobla, se pliega, se vuelve a expandir en relación con el fluir de esos personajes tan de Moyano: el señor Hidalgo, Gretchen, Tula, Tununa, el señor Palcos, las Gemelas y el yo-narrador-niño/adulto.
Este Yo cumple una función suturante de las distintas subjetividades que recorren el regional serrano. Si éste es en principio un lugar pintoresco de las sierras de Córdoba (Cosquín el mejor candidato), a lo largo del texto se va llenando de sentidos muy sugestivos. Más allá de los rituales marcados por la inmediatez de las miradas de un niño -matar moscas, acomodar dulces y comerse a escondidas uno que otro alfajor-, se transparentan en ese Yo otros yoes adultos (escritor, exiliado) que están mirando desde las brumas de la vida un lejano entorno serrano añorado y que guarda seguro las experiencias del propio Moyano.
Del otro lado del océano, los personajes están ahí, en las valijas del exiliado, entre las gotas de un Madrid lluvioso y la melancolía del último coñac de la tarde. Ese Moyano de En la atmósfera es un sujeto del recuerdo que deforma inevitablemente las escrituras, pues frecuentemente recordamos lo que podemos y no lo que siempre queremos.
A veces ese recuerdo tiene el color y la violencia de las dictaduras. Ese es el señor Hidalgo, único dueño de las mercancías regionales. Hidalgo es la suma de todas las facetas del mal. La escena en el sótano con Gretchen es la de un acoso: “ya han terminado de bajar los escalones y en el sótano ella no podrá escapar, no hay rincones ni nada” (19). La escena marca un punto de inflexión en la historia, la bofetada de la joven empleada a punto de ser violada, su huida a BSAS marcarán el inicio de una serie de reconocimientos y ausencia que el niño narrador irá cosechando en el transcurso de la historia. En la atmósfera es entonces un espacio de ausencias.
Desde ese incidente se irán desgajando los personajes, se irá disolviendo el grupo humano, pues el señor Hidalgo es un mecanismo que liquida todas las libertades.
Es decir, el negocio de regionales opera, como parte de la estética de Moyano, como modelo a escala de la sociedad construida, según el autor, sobre relaciones jerárquicas, eslabones de un mundo hecho de niveles de dominación y dominados, y que esconde, además, simulaciones y mentiras, estafas y robos. El señor Palcos, otro de los actores masculinos está, en principio, en la cúspide de las jerarquías de valores y opera como lugar de las referencias axiológicas y punto donde se espeja el cine de época, y los símbolos de la masculinidad, mezcla de dandy y don Juan. Viene de la metrópolis, sus perfumes, anillos, autos, trajes, su diente de oro. Por lo tanto, Palcos viene de la lejana y colonial Córdoba, meca del Yo cuando pueda escapar del cerco existencial de la atmósfera. Entonces Palcos aparece como la contratara del señor Hidalgo, mano dura y visible del poder. Un poder hecho de miradas, silencios, órdenes, gomina y bigote. Un símbolo de quizás las duras experiencias del autor en manos de la dictadura.
Por otro lado, en el lugar de lo femenino Moyano siempre ha preferido mujeres fuertes que sufren en sus ilusiones, y que indefectiblemente su condición de clase frustrará. Tununa es la mujer más sólida del relato y puente visible entre casi todos los personajes. Como una madre o una tía, el niño mira a una mujer fuerte y sabia que llora los amores que se van y vienen, para operar como una Malinche buena y serrana. Juega con el dominador y conquista al extranjero, pero sabe que al fin nada más hay más que el barroco aire de la atmósfera.
Tula, otra mujer, joven y enigma, es el espectro de alguien que pasó por un día por las serranías y se quedo para siempre “en el aire está entera la Tula, su misterio” (22). Tula liga los deseos del niño que se está haciendo joven y los juegos de los cuerpos. Pero Moyano no nos da mucha tregua, detrás de Tula hay también vacío.
Gretchen es la mujer-amor, el punto más alto del deseo En la atmósfera y el lugar donde el señor Hidalgo juega a ser el caudillo serrano. Después de su huida hacia BSAS, Gretchen será evocada por el Yo-niño y las eternas esperas en el andén. Como el coronel de García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba o don Diego de Zama en Zama de Antonio Di Benedetto, En la Atmósfera todos esperan algo o a alguien; es la espera uno de los temas centrales de nuestra literatura latinoamericana.
En la base de toda esta constelación de personajes está el niño, el Yo -ojos, miradas, olfato, tacto, deseos- cerrando las fisuras de la orfandad. Por eso este texto se acerca mucho a la Cantata por los hijos de Gracimiano, pero más vital y positivo, pues el niño logra proyectar esta ausencia de padres con estas mujeres casi tías o hermanas y restituir cierto orden vital al final del relato, cuando la tienda del señor Hidalgo sea devorada por los animales y los insectos.
En la atmósfera también es una novela de las miradas: esquivas, inquisitoriales, lascivas, furiosas y deseantes, que discurren como el agua ocasional de los arroyos serranos. En ese espacio se disuelven esas miradas y los deseo del niño por salir, proyectarse fuera de la inmediatez y la asfixia del lugar; aunque en otro de los tics de Moyano la salida sea resistir: “esto te obliga y volver y destejerlo todo, a quedarse como el trozo de hilo en la mano sin saber para que sirven hilos y manos” (34).
Es decir, se acentúa, a medida que avanza el relato de esta nouvelle, la idea, a través de la metáfora del telar, de que todo lo que se dice es parte de un tejido, un sueño sobre personajes perdidos en las nieblas del recuerdo de cuarenta o más años para atrás, dice el Yo: “había tejido todas la noche descubriendo un sentido, el fundamento (...) yo mismo he tejido la trama sin saberlo” (42).
En este trabajo discursivo que nos presenta el narrador se descubre un doble plano del relato: de un yo/niño/ testigo parte de una historia que discurre en el boliche pituco de la sierras -un niño despavorido y despabilado que ha subsistido porque ha sabido, como los sobrinos de Tía Lila, jugar varios partidos al mismo tiempo-; pero también, es el sujeto adulto el que trama, teje el recuerdo. Entonces ¿a quién estamos leyendo? ¿Quién escribe? Creo que las dos trama son una, con las técnicas del estilo indirecto libre, Moyano nos pasea por esos dos hemisferios y como los chispazos de un encendedor, volamos de un lado a otro: “ves que la trama existe, es cierta, está allí mismo (…) Ahora las dos tramas son una sola cosa, apenas chispazos de segundo, tiempo inexistente lo que hay entre una y otra. Y uno sin saberlo ha ido perdiendo la conciencia de ser la araña tejedora” (45).
Así En la atmósfera es también un relato del recuerdo. Está construido sobre las telas de la memoria. Una memoria como todas, fragmentada, antojadiza y aleatoria que se hace sobre hilos de un mapa de gestos, de tactos, de gustos de miradas. Como el enorme pastel hueco y de fantasía que el señor Hidalgo proyecta en sus escaparates, la historia que se cuenta se desvanece como las arenas de una gigantesca clepsidra. Entonces la memoria será bicéfala: un allá, Madrid, todo valija, hojas de cuadernos, un vaso eterno en la mano del escritor; un acá en el que los personajes que “viven, me destejen, me devuelven a la madeja, al sótano, me tejen como si fuera una trama de arañas invisibles”  (45). Y lo que teje y desteje es en definitiva el lenguaje que, como en otros maestros -Conti, Di Benedetto, Rulfo- adquiere un espesor que rehace la fabula, la densifica y, al mismo tiempo, la deja ser una historia común. Moyano escribe historias comunes en clave de poesía, como el Conti de Mascaró.
Esta oscilación entre el niño y el adulto; entre el testigo-protagonista y el escritor exiliado es otro de los aciertos de Moyano; dos planos que aquí y allá se metamorfosean entre el Madrid húmedo y melancólico, y el niño que mira el mundo a través de las vidrieras con moscas, la cara de Hidalgo, el dandy farsesco y lujurioso de Palcos o las mascarillas de cera de Tununa. Doble juego en los espejos rotos de la memoria, como diría en algún lugar García Márquez.
En la atmósfera es, por último, un relato de iniciación. Un relato de aprendizaje de ese niño que va descubriendo la parte oscura del mundo, como dijo Clarise Lispector. El lado perverso y fascinante de las cosas del mundo. Y por esos el niño-yo aprende que el mundo es ante todo esperas milagrosas que las cosas mejoren para los pobres. Esperas de que el mundo se saque la mascarilla, pues ¿quién es quien? ¿Que hay detrás de los hombres y mujeres de mundo? Tal vez nos enseñe el narrador que lo que hay es una mascara que el relato intenta develar para no seguir cayendo en el vacío.
Entonces la vida parece ser un sueño, malo o bueno, unos sueños de ser otro, otra cosa y no poder alcanzarlo “te habrás dado cuenta (dice Tununa, la filósofa serrana, ‘tía o madre’ del niño) de qué va la cosa (…) así es la vida” (47). En la atmosfera se descorren las máscaras, se muestra ese lado oculto de las cosas y en la eterna moraleja de Moyano, los humildes tal vez sean los únicos que pueden ver el rostro verdadero del mundo.
Un tema clave, como dijimos, es el amor. El amor opera en la novela como suturador provisorio de la pobreza, una salida, puente que proyecta a Tununa, al niño, a Gretchen, y demás mujeres a un hipotético mundo de películas y ensueños. Las mujeres y el niño comparten esa dimensión del amor como punto de fuga de las murallas invisibles tejidas por el señor Hidalgo y su paranoica mirada.
En cambio, los hombres muestran otra dimensión de lo pasional. Quieren a través de la simulación o el autoritarismo. El amor se transforma en botín de guerra, perversión, acoso, máscara confusa del deseo mezclado de miedo y violencia. Los hombres adultos son carne de fracaso “sueños falsos. Deseos inútiles. El Palcos que llegó esa tarde, a la última, vino seguido por las moscas (…) Ellas no saben de quien se trata, no pueden reconocer en el señor Palcos” (58). Moscas actor colectivo y animal que simboliza todo un sistema de referencias asociado con la decadencia. En el texto las moscas aparecen en los momentos en que la historia se hace malestar de algo. Un malestar que atraviesa las relaciones intersubjetivas y funciona premonitoriamente. Moscas del fracaso en Palcos; moscas del acoso en las vidrieras del regional; moscas de la caída en la escena final de la novela.
En estos últimos tramos de la novela se produce, a mí entender, un proceso de concentración de algunos recursos propios de esta etapa en la narrativa de Moyano. Unas escenas que se insinúan en los primeros capítulos y que al final van delineando esa imagen del escritor abriendo la valija de los recuerdos, con los personajes de la vida. Entonces se inicia el último tramo del reconocimiento de una historia, de una existencia y de la escritura misma. La puesta en escritura o puesta en abismo es decisiva, y el diálogo ya no es con lo que ha venido contando, sino con esos seres de papel, ficcionales, que imaginalmente se ven en su equipaje de recién venido: “mejor vuelvo a poner todo en la valija (dice el narrador-escritor) (…) A lo mejor no fui yo quien los trajo a Madrid, sino ellos a mí” (53).
Esta implicancia doble entre autor y personajes termina en mutua necesidad. Nadie puede escapar de sus personajes y como Pirandello o Sábato, los personajes son fantasmas necesarios y “está bien les digo ni ustedes van a poder librarse de mí, ni yo de ustedes (…) Estamos en la Atmósfera, el tiempo donde nos encontramos nunca terminará” (53).
Los lectores agradecemos el buen momento de lectura que nos ofrece Daniel Moyano en esta breve novela y el habernos permitido vivir (aunque sea en el intervalo de unas horas) En la atmósfera, su atmósfera y disfrutar del nostálgico enigma de su vida que indefectiblemente será también la de sus personajes.

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