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miércoles, 11 de diciembre de 2019

Literatura, memoria e identidad en las narrativas hispanoamericanas contemporáneas. En caso de Padura



Literatura, memoria e identidad en las narrativas hispanoamericanas contemporáneas
Realidad social, política y cultural de Cuba a través de la narrativa de Leonardo Padura en La neblina del ayer
Dr. Fabián G. Mossello


Resumen
La literatura policial en Latinoamérica ha pasado por distintos períodos: de ser una práctica imitativa de modelos exógenos (norteamericanos, ingleses), a ir conformando un espacio genuino de producción que responde a nuestros intereses continentales. Este es el caso de las llamadas narrativas neopoliciales latinoamericanas que desde los años 70’ vienen proponiendo nuevas maneras de contar lo policíaco. El escritor cubano Leonardo Padura es un precursor de estas escrituras, al conjugar el policial hardboiled con la visión crítica a un contexto, el cubano y sobre todo una ciudad -La Habana- a través de la mirada del detective Mario Conde. Este punto de vista enunciativo juega un papel central en Padura, en tanto permite una lectura subjetiva del espacio caribeño desde un sujeto policía y luego ex-policía, que conoce los recodos del mundo del delito, los actores visibles e invisibles de la criminalidad. Mirada de Conde que, además, es ese recorrido por lo policial, hilvana una identidad cubana heterogénea, contradictoria. Estos aspectos de la escritura de Padura serán analizados en una de sus últimas novelas, La neblina del ayer (2005), ejercicio literario novedoso en el cruce entre la escritura hard-boiled, la cultura letrada cubana y su historia cultural y política.



Habana

Caminé la Habana,
descalzo de tiempo.
En las calles,
chatarras del Imperio,
retozan
sus danzas de color,
mientras descalzos,
los hombres anudan
sus naufragios.…

 A propósito del mundo (2018)
Fabián G. Mossello

I.                   Introducción
La literatura policial en Latinoamérica ha pasado por distintos períodos: de ser una práctica imitativa de modelos exógenos (sobre todo norteamericanos, ingleses y franceses) a principio del siglo pasado, a ir conformando un espacio genuino de producción que responde a nuestros intereses continentales. Este es el caso de las llamadas narrativas neopoliciales latinoamericanas que desde los años ‘70 vienen proponiendo nuevas maneras de contar lo policíaco. El escritor cubano Leonardo Padura es un precursor de estas escrituras, al conjugar la matriz del policial hard-boiled con la visión crítica a un contexto, el cubano y sobre todo una ciudad -La Habana- a través de la mirada del detective Mario Conde.
Leonardo Padura (La Habana, 1955) es tal vez el escritor cubano contemporáneo con mayor reconocimiento internacional. En el año 2015 recibió el Premio Princesa de Asturias de las Letras por el conjunto de su obra que ya poseía una larga trayectoria dentro y fuera de Cuba, sobre todo a partir de la serie de novelas policiales protagonizadas por el detective Mario Conde. Entre estas se destacan: Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras, Paisaje de otoño, Adiós, Hemingway, La neblina del ayer y La cola de la serpiente. Obras que articulan, entre otros aspectos, un punto de vista enunciativo que juega un papel central en Padura, en tanto permite una lectura subjetiva del espacio caribeño de la isla desde un sujeto policía y luego ex-policía que conoce los recodos del mundo del delito, las pequeñas y grandes corrupciones, los actores visibles e invisibles de la criminalidad. Mirada de Conde que, además de ser un recorrido por las tramas de los casos policiales, permite ir hilvanando una identidad cubana heterogénea, contradictoria, llena de énfasis, lugares comunes y olvidos.
En este trabajo[1] nos referiremos con más precisión a la novela La neblina del ayer (2005), nombre asociado a un tango de Virgilio y Homero Expósito, Vete de mí; novela policial que despliega un complejo ejercicio de búsqueda de la verdad sobre la muerte de una cantante de boleros, Violeta del Río, en La Habana de los años ‘50. La muerte terminará involucrando a ciertos actores, asociados a la familia de los Monte de Oca, ricos empresarios de la Cuba del dictador Battista. La novela contiene varias historias incluidas unas dentro de otras o subordinadas unas con otras, como es habitual en la narrativa de Padura.
Conde, que ya no es policía, se dedica al trabajo de la compra y venta de libros usados, ayudado por un mulato joven Yoyi, ‘el Palomo’, especie de pícaro cubano. Por azar, Mario Conde se vincula con los habitantes de una casona neoclásica de El Vedado, barrio cubano con pasado aristocrático. Casona en la que viven Amalia y Dionisio Ferrero, hermanos vinculados con los Monte de Oca, antiguos dueños de la casa. La biblioteca que allí encuentra excede las expectativas de Conde. Hace algunos negocios con Amalia y Dionisio, obtiene dinero por un tiempo que comparte con sus amigos: Carlos ‘el Flaco’, ‘Candito, el Rojo’ y el ‘Conejo’. Todos personajes de película, críticos agudos de la situación actual de Cuba resultado de la acumulación de fracasos y errores de los gobernantes de todas las épocas. Sin embargo, en algunas de las visitas a esa biblioteca, llama la atención al expolicía un recorte de revista que crónica el alejamiento de Violeta del Río de los escenarios habaneros. Así, el tema de la cantante de boleros deriva el negocio de los libros hacia un caso policial que termina de incriminar al círculo familiar de los Monte de Oca: Amalia, la anciana que recibe a Conde en la casona es la hija no reconocida de uno de aquellos aristócratas y que, en un rapto de dolor y venganza, mata a Violeta del Río que ha desplazado a su madre como amante de aquel hombre. A nuestro entender, esta compleja trama policial opera, como ocurre en casi todos los textos de Padura, a manera de punto de partida para construir ciertos aspectos que hacen a una identidad cubana compleja y contradictoria; identidad que se irá hilvanando a través de los recorridos de Mario Conde por los barrios de La Habana.

II.                Novela neopolicial: un género paduriano
Es posible señalar que la nueva literatura policial latinoamericana presenta un conjunto de especificidades sostenidas por críticos tales como Pazskowski (1999), Piglia (1979), Taibo II (2000), Giardinelli (1990) y Monsivais (1973), entre los más destacados. Así, podemos señalar rasgos específicos constantes en dicha literatura:
·                    Presencia de detectives no siempre profesionales, sobre todo amateurs, impulsados a investigar por razones que sobrepasan lo meramente económico y que involucran, en muchos casos, motivos de orden personal.
·                    Búsqueda de la verdad como teleología de un sistema gnoseológico más amplio, que excede el mero ‘saber sobre’ o ‘descubrir algo’, para incorporar problemas éticos y axiológicos.
·                    Un crimen que casi siempre es explicado a través de recorridos investigativos complejos, en los que se combinan estrategias profesionales con recursos y saberes extraídos de las rutinas hogareñas, laborales, familiares, entre otras.
·                    Un trabajo intenso con otros textos, no sólo literarios. Los neopoliciales se destacan por sus relaciones intertextuales e interdiscursivas, tanto con textos y discursos del mismo campo literario, como con otros lenguajes, soportes y disciplinas. No es menor la relación con el cine negro y de acción; con la historieta y los superhéroes de cómic; con el teatro; con la historia y el psicoanálisis; entre otras muchas posibilidades.
·                    Presentación en los enunciados de una criminalidad ligada, con frecuencia, a delitos de connivencia entre Estado y crimen organizado. En este sentido, el neopolicial muestra tramas de corrupción en distintos niveles de la sociedad contemporánea.
·                    Por último y como consecuencia de los aspectos anteriores, estas nuevas prácticas policiales parecen jugar un pacto complejo con el lector, lo que supone un destinatario capaz de reconocer las claves de un género con historia y el descentramiento de esas invariantes que garantizan su legibilidad. El lector se hace activo, interpretante de unos policiales que, siéndolo, dejan también de serlo -en el sentido estricto de las tradiciones de enigma y negra- para refundarse como neopoliciales.
Como afirma Fredric Jameson (2003), el policial negro en EEUU contribuyó a mostrar ciertos aspectos sórdidos de su sociedad, produciendo un corte importante con el mundo retratado por la literatura realista de principios de siglo XX. Destino secreto del crimen en la gran ciudad, que la novela que analizamos visibiliza desde una perspectiva diferente, sacando a luz las tragedias de un mundo en constante reinvención. Así, las nuevas ficciones policiales en Latinoamérica incorporan la muerte en tanto cierre, pero también apertura del conflicto, pues la tragedia supone la ciclicidad ineluctable de la muerte, tantas veces como se reactiven sus causas.
Tradición del relato hard-boiled (novela negra) que en la novelística neopolicial permite representar las tensiones entre un macrocosmos político inalcanzable, con consignas abstractas como la justicia social, equidad, reparto de las ganancias, la seguridad y el empleo, y un mundo más ligado a la factualidad y las interacciones fuertes, bajo otras condiciones de existencia que implican desigualdades y carencias, motivadoras del crimen. La corrupción de los escalafones medio-altos del Estado favorece la construcción de un mundo asfixiante, sin salidas, en el que la muerte se impone como retórica del fracaso y producto ineluctable del microcosmos social. Como dice también Jameson (2003) en relación al policial duro y a la obra de Raymond Chandler en particular, ‘ser asesino ya no funciona como símbolo de la pura maldad (como en el policial clásico), el asesino mismo ha perdido sus cualidades simbólicas (abstractas)’ y es ahora un sujeto entre nosotros. Así, la muerte es un estado inevitable que sobreviene al final del recorrido narrativo y que el lector espera, asume como parte del juego impuesto: desde la interioridad del relato, por las claves del género duro; desde lo extratextual, por nuevas fuerzas sociales que imponen la inmediatez factual por sobre las elucubraciones lógicas.
Tradiciones (la de enigma y la hard-boiled) que en las nuevas escrituras policiales se resignifican por la irrupción de otros aspectos como la mirada hiperrealista[2], en la que el registro coloquial asegura el ingreso de lo cotidiano, las voces del mundo que debe ser entendido, no sólo por la mirada y el razonamiento de un sujeto que sabe y puede resolver un caso delictivo (el detective), las fuerzas del orden (los malos -siempre malos- y los buenos -siempre buenos-) sino porque, de algún modo, las reglas de juego han cambiado y entonces, “todos somos sospechosos en potencia, y todos somos en algo culpables de un espacio regido por la impunidad, nosotros, los lectores también” (Armenteros, 2001, p. 143). Así, se abre un espacio de lecturas, como refiere Roberto Bolaño (1998) en el que se invita al lector a jugar -en el sentido más amplio del verbo- a través de mecanismos que mezclan la realidad con la ficción, los hechos con las conjeturas y los personajes apócrifos con los históricos. En este nuevo contrato de lectura, el neopolicial despliega sus narrativas al lector, copartícipe necesario en el juego de hacer visible el delito en la ciudad contemporánea.

III.             La neblina del ayer: policial, ciudad e identidad
La novela La neblina del ayer puede ser leída como un neopolicial. Es decir, como hemos referido, la novela de Padura se inscribiría en este tipo de literatura policíaca surgida desde Latinoamérica y con particular desarrollo en la región central- sur de América. Inscripto en la tradición de la novela negra o hard-boiled, el relato neopolicial pone, en primer lugar, las tramas de la corrupción como motor del delito, cierta desconfianza en la justicia y la policía, para dejar al detective solo con sus competencias de ‘buen descifrador’ y sujeto ético. Mario Conde, el detective de Padura, reúne casi todas estas atribuciones. En La Neblinas del ayer Conde es el punto privilegiado elegido por el autor para armar la trama policíaca; una historia que cuenta sobre el delito de la prostitución, los negocios de la clase acomodada cubana pre-revolución, bajo la protección de la política de Fulgencio Batista, y así, armar un cuadro posible de la identidad cubana a través de un recorrido espacial e históricos por La Habana.
En los relatos del nuevo policial latinoamericano el espacio privilegiado es la ciudad. Nueva espacialidad que configura y construye la Modernidad y, desde la cual, se organiza un calidoscopio de representaciones: la de las fuerzas de seguridad (policía); la del orden legal (jueces y Justicia); la de los escenarios del crimen y el delito.  Esto no quiere decir que en muchas novelas no se desplieguen otros escenarios como el campo, villas serranas, lugares de playa y esparcimiento.  
Existen múltiples rostros de la ciudad. Por un lado, constituye una realidad concreta, material, regida por normas sociales que ordenan nuestra relación con ella. Por otro, la ciudad es también una ciudad imaginaria, una construcción simbólica originada en la creación y los lenguajes. Así, percibimos el espacio urbano en el cruce de nuestra experiencia sensorial y “nuestra ubicación en un mar de ‘representaciones’ (…) que circulan -y que, en cierto sentido, nos preceden-, las cuales conforman un "anillo" que media nuestra vivencia de la ciudad” (Remedi, 204, p. 83). De este modo, la experiencia cotidiana de la espacialidad está mediada por las narraciones que se han hecho sobre ella. Por un lado, la cultura dominante propone la ciudad visible a través de conjuntos de prescripciones y prohibiciones, en el marco de las lógicas de la ley y el orden; por otro, ‘las ciudades’ poco visibles o invisibles (asociadas en muchos casos con las culturas populares) juegan con sus propios modos de entender la vida, la cultura, el delito y las muertes cotidianas. Por esto, la ciudad es espacio de luchas por la apropiación de los distintos aspectos constituyentes de su estructura; conflictos que quedan registrados en la variedad de los lenguajes ciudadanos. Estos “bables societarios” (Rosa, 1998, p. 32) muestran las luchas por el territorio que se reflejan entre relatos abiertos y ampliamente institucionalizados, bajo el control de la cultura oficial (la escuela, las grandes religiones, el Estado) y aquellos crípticos que circulan en sectores y grupos minoritarios, en muchos casos de naturaleza oral, e invisibles al ciudadano medio.
Bajo esta lógica se abre un conjunto de posibilidades en las lecturas de nuestros textos policiales, para organizar la relación entre la ciudad -en tanto espacio visible en las cartografías dominantes-, y variantes como la paraciudad -reflejada en country y barrios cerrados-, la contraciudad - en los espacios que rompen la representación dominante para proponer otras lógicas, como ocurre con el fenómeno de los barrios o sectores de una ciudad que adquieren, muchas veces, lógicas opuestas a las dominantes y la no-ciudad - espacios negados, ocultos y evitados como las villas de emergencia. La ciudad, entonces, aparece como un enorme palimpsesto que “expresa los interrogantes, los conflictos, las estrategias y las acciones que constituyen la base del actuar humano” (Guzmán, 2003, p. 251) y transparenta (desde la mirada del policial) las modalidades de construcción del delito.
La novela, La neblina del ayer (2005), juega, desde un primer momento, con el espacio de la ciudad en el que se manifiestan, a la manera de capas geológicas, los grupos sociales clave de la configuración urbana habanera: pobres dedicados al trueque, la venta de cosas usadas, desechos de los ricos que viven en “casas con olor” (Padura, 2005, p. 9). En este sentido, los libros antiguos de la biblioteca de los Monte de Oca, son el pasaporte para distintos itinerarios ciudadanos. Un lugar de ingreso que le permite a Mario Conde conocer y reconocer las historias de una ciudad, La Habana, que se ha ido construyendo a la manera de un enorme palimpsesto cultural de barrios, plazas, cafés, casas, personajes y, también, bibliotecas; estas últimas, al parecer, los últimos reservorios de las memorias culturales letradas cubanas.
Memorias que se construyen empezando por la configuración de una ciudad a través de la polaridad de actores divididos, desde un comienzo, según regiones o barrios que polarizan lugares de ricos (los que en su mayoría han dejado de serlo) como Miramar, El cerro, El Vedado, Siboney –en el oeste de la ciudad-, con  casonas neoclásicas registradas por Conde en sus itinerarios de vendedor ambulante como “decrépita(s) mansión(es) cerrada (s) a cal y canto, envuelta(s) en un espeso abandono”(Padura, 2005, p. 9); y sitios de pobres, dispersos por las calles y depositados en escenarios como el barrio Ataré. Es decir, la novela configura una Habana de esplendores pasados y presentes decadentes. Tensión entre pasado y presente que teje un misterio, porque la novela La neblina del ayer es un policial en una ciudad que se abre como espacio sin mapa preciso.
Dentro de la casona decimonónicas, escogida por el enunciador como lugar-foco de la historia, se configura un segundo espacio, la biblioteca; la enigmática y fastuosa biblioteca de los Monte de Oca. Mario Conde la encuentra casi por casualidad. Ha dejado de ser policía, está jubilado y lejos de las problemáticas de la seguridad del Estado cubano; hace tiempo es librero. Pero en el fondo, su naturaleza de detective siempre está presente y puesta en potencia para activarse ante el enigma.
En la novela, los libros operan como objetos de valor, en los que se inscriben las memorias de los autores y sus lectores olvidados; libros- testimonios del esplendor y génesis de un país, Cuba, en contraste con las casas que los alojan que funcionan a la manera de monumentos descoloridos en las que hay “salas con manchas de humedad (…) y hasta algunas grietas en las paredes (…) pero conseguían conservar un aire de elegancia (Padura, 2005, p. 11). Espacios simbólicos de La Habana, las casonas decimonónicas, con interiores gastados, grandezas de otras épocas de “platas repujadas, (…) lámparas de lágrimas, los cristales labrados y quizás los lienzos con oscuros bodegones y recargadas naturalezas muertas” (Padura, 2005, p. 11).
Libros que van hilvanado una identidad cubana, entre la nostalgia de un pasado luminoso, una belle epoque con tradiciones culinarias, edificaciones al modo europeo y ediciones de lujo, y un presente atravesado por la desilusión y la nostalgia. Así, se configura un enunciador paduriano que juega con ese vaivén y oscilación desde la perspectiva de un sujeto profundamente cubano, sobre todo habanero. Mario Conde mira el pasado como si estuviera observándose en un espejo singular, que trae imágenes antiguas al presente, compara, evalúa y hace su crítica, sin dejar de ser un actor anclado cultural, histórica y afectivamente en Cuba. La oscilación entre pasado y presente, entre evaluación y admiración, entre nostalgia y desazón no saca al enunciador de su posición analítica, más bien la potencia y delimita lo esencial: Cuba, La Habana en particular, es de suyo un espacio cultural complejo y de difícil definición. Un entorno cultural cuasi-oximorónico, que el enunciador delimita con imágenes que conjugan pobreza, comida, subsistencia y delgadez, como síntomas de una cultura decadente, en contraste a esa ‘edad dorada’ de casonas y bibliotecas; desmesuras del pasado anterior a la Revolución castrista. La biblioteca se transforma, así, en el lugar donde se acumula el pasado, un espacio santuario, reservorio de las memorias culturales. Entonces, Mario Conde, como sujeto intuitivo, ex investigador-policía, librero ahora, intuye que allí hay algo más que libros; la biblioteca esconde un enigma que hace ceder la trama costumbrista-realista para abrirla a lo policial; recurso, por otro lado, recurrente en la narrativa de Padura.
La Habana se va perfilando, así, a través de la voz de este enunciador paduriano, como lugar que alberga múltiples pliegues. Algunos visibles a los ojos de todos (bajo la mirada de una cotidianeidad de contrastes y colorido); otros escondidos, ocultos, como contrafondo de esas realidades pues, como dice el mismo Padura, la cultura cubana es metamorfosis y caleidoscopio. Entonces, detrás de los libros que muestran los registros de lo decible, a través de los itinerarios históricos y culturales de las grandes gestas nacionales, aparecen otros textos que albergan historias censuradas, prohibidas, resguardadas por el silencio de la sala de lectura convertida en símbolo del olvido (o de lo que se debe olvidar).
En La neblina del ayer (2005) esa tensión entre lo mostrable y lo oculto de la biblioteca de los Monte de Oca es punto de partida de la trama neopolicial, en tanto el enunciador desliza una sospecha al observar si todo ese cuidado de los caseros “¿sería por la existencia de un libro demasiado inesperado?” (Padura, 2005, p. 12). Un libro perdido, tal vez oculto en ese monumento de la cultura cubana que ha resistido a las profanaciones del tiempo y muestra ahora, ante los ojos de Conde, como una cripta recién abierta, los documentos exhumados.
En medio de ese espacio en el que se condensa la identidad cubana de ‘pasados de oro’ y ‘presentes de hierro descolorido’, Mario Conde realiza un donoso escrutinio, no ya como le efectuaran a Don Quijote, sus amigos Barbero y Licenciado, para dejar de lado lo no aconsejable para la época (las novelas de caballería) y, así, evitar la locura de Quijote, sino escrutar y separar en la biblioteca de los Monte De Oca, como un avezado y nacionalista lector cubano, los libros que se podrían vender de los “libros (que) no se deberían vender” (Padura, 2005, p. 13). Escrutinio que encierra otra de las claves de la novela: la separación entre lo vendible de lo no-vendible supone para Conde una operación de resguardo cultural de aquello que se ha ido drenando y perdiendo en cada lucha, en cada cambio político, en cada casa cubana; una identidad endeble y, al mismo tiempo, resistente que el ex-detective tiene el deber de resguardar. Por ello, los casi-incunables libros que custodian Dionisio Ferrero y su hermana -novelas históricas, tratados jurídicos, censos y crónicas de la formación del Estado cubano-, remiten a un pasado cuidado en ese “santuario perdido en el tiempo y por primera vez pensó si no estaba realizando un acto de profanación” (Padura, 2005, p. 13).
Sin embargo, y como ya hemos anunciado, La neblina del ayer propone este espacio de libros y los pormenores de un negocio de subsistencia sólo para dar pie a otro suceso, que se abrirá cuando Mario Conde se encuentre con un texto particular y un mensaje en su interior. Es decir, la exploración de esa biblioteca increíble es punto de partida para lo inesperado. Una nota en el interior de ese texto supone un punto de inflexión en la trama de la novela que significará, también, un desplazamiento desde el interior de la casona de los Monte de Oca hacia el exterior, a través de un colorido pasaje de Conde por los barrios habaneros, por personajes del pasado, en particular asociados al negocio del sexo y sus íntimas ligaduras con las cantantes de boleros en épocas de la dictadura de Battista.
El interior de un libro no destacado pone a Mario Conde ante una fecha, un personaje y un suceso: la foto del retiro del escenario musical de Violeta del Río; la exuberante cantante de boleros que se recortaba sobre el fondo sepia de la revista antigua. La crónica relata su alejamiento inesperado, sorpresivo, tal como fue caratulado el caso y con ello la desaparición de una de las cantantes que más hechizaba al público y seducía a los hombres de la nocturnidad habanera. Casi sin saberlo, Mario Conde siente una curiosidad por el caso; la contante lo atrajo misteriosamente, Violeta del Río seguía seduciendo hombres desde el más allá.
Desde este reconocimiento, Mario Conde inicia una ‘cacería urbana’ para dilucidar circunstancias, implicados en la desaparición y luego muerte de la cantante, casi olvidando su negocio de subsistencia con los libros. Es decir, deja la compra y venta de libros usados para hacerse detective amateur, uno de los clichés del nuevo policial.
El otro motivo que surge de esta búsqueda tiene que ver con lo político. En la investigación que lo lleva a Violeta del Río y a los pormenores de su muerte (porque Conde intuye que la han matado), aparecen una constelación de tópicos de la realidad pre y post revolucionaria como los negocios de Lansky con la prostitución y la droga, empresario ligado con los Monte de Oca. De esta relación se construye una de las isotopías centrales del texto que organiza la tensión entre pobres y ricos, a través de la imagen de un Estado cubano protector de los negocios con empresas extranjeras. Todo un mundo de dinero y poder que supone redes de connivencia entre Estado y delito organizado.
Sin embargo, esta relación entre los actores del poder está en tensión con otras historias, mínimas, microscópicas que reenvían a Conde a un mundo cercano y afectivo: el padre de Mario Conde se había enamorado, en su juventud, de Violeta del Río. Así, siguiendo en parte la matriz del neopolicial, el proceso de investigación se ve atravesado por recorridos personales que involucran al propio sujeto investigador. De ahí la reminiscencia de Mario Conde de un hecho de infancia, en el que su padre escuchaba insistentemente el bolero Vete de mí. Lo macro y lo micro se unen para Conde, el punto de enlace es Violeta del Río.  La investigación se desplaza hacia los barrios de La Habana, a través de una configuración estética y enunciativa que nos acerca a las mejores escenas del hard-boiled, pero en contexto latinoamericano: barrios decadentes, poder y Estado corruptos. La vinculación del empresario Lansky y la familia de los Monte de Oca es significativa a la hora de mostrar esa Cuba de contrastes, entre grupos societarios que se enriquecen y otros que son mayoría y que sólo pueden sobrevivir. En este sentido, el recorrido investigativo de Mario Conde muestra esta fractura en la constitución de la identidad habanera, entre esos ‘pintorescos’ y, la vez, dolorosos habitantes barriales bajo los roles temáticos de traficante, prostituta, ladrón, vendedor ambulante, ex-actriz en decadencia, músicos y otras maneras de la morfología urbana periférica, opuestos a los ricos que se habían quedado con todo el juego del poder. Como cuenta Noelia Gómez Jarque (2005) en su artículo La neblina del ayer y la miseria de Cuba:
Padura retrata estos aspectos desde el presente, pero los presenta siempre como consecuencias de las acciones humanas del pasado. Por eso, sus personajes, tanto el frustrado Conde como sus amigos Carlos el Flaco (que ya no está flaco), el Conejo, Yoyi el Palomo, Candito el Rojo, y los que van desfilando por las páginas de la novela mientras Conde realiza su búsqueda de pistas sobre la historia de Violeta del Río (los hermanos Ferrero, el coleccionista de discos Rafael Giró, el anciano músico Rogelito, la antigua bolerista Katy Barqué, el periodista Silvano Quintero, su antiguo confidente Juan el Africano…) rastrean en un pasado muerto una esperanza que ya no pueden buscar en un futuro incierto y degradante (Jarque, G. 2005, p.3).
Para cerrar, reflexionaremos sobre el complejo constructivo referido a la identidad. Una identidad constituida en el acto enunciativo a través de la sutura (Hall, 2003, p. 45) de las subjetividades que confluyen a través de las voces, miradas, reflexiones, recursos y también olvidos de los distintos actores.


IV. La identidad cubana: un asunto de difícil aprehensión

La neblina del ayer (2005) construye una identidad oscilante, inestable y muchas veces contradictoria. Mario Conde, el actor elegido por el enunciador para ‘mirar’ desde los intersticios del mapa habanero, es a la vez un crítico descarnado de la miseria de un pueblo cansado por el hambre y, al mismo tiempo, un esperanzado de que las cosas van a ir bien en un futuro. Pero por sobre todas las cosas, Mario Conde es un sujeto ético que prefiere no vender algunos libros destacados para la identidad cubana:
Conde se niega a estafar a los ignorantes hermanos Ferrero o a permitir que vendan los libros más valiosos de su biblioteca a particulares y les recomienda que se pongan en contacto con la Biblioteca Nacional para ese fin. No se deja llevar por la miseria y la relajación moral que lo rodean. Su medio para resistir a esa miseria es la honradez (Gómez Jarque, 2005, p.4).
En este sentido, el enunciador planea un juego de contrastes en relación con la identidad. Por un lado, un espacio identitario en que brilla una belle epoque pre-revolucionaria en la que los negocios con empresa extranjeras, asociados a la nocturnidad y las drogas, se condimentan con una cultura cubana edificada, en parte, a la luz de los parámetros de Europa y Norteamérica. De allí la importancia de las casonas de salas amplias y señoriales, con la biblioteca suntuosa, en las que se compendia todo o casi todo lo que circula como bien intelectual, especie de reservorio de lo decible, escribible. Los ricos cubanos, según el enunciador paduriano, se enriquecieron inicialmente con los ingenios azucareros y el tabaco, luego la prostitución y la droga. La biblioteca reenvía a una característica de este grupo societario: su legado es escriturario, libros para una lectura en solitarias salas atravesadas por el “olor a papel viejo y recinto sagrado” (Padura, 2005, p. 35).
Por otro, el mundo de los barrios y suburbios habaneros. Una contraciudad desde la cual observa Mario Conde:
Un triángulo eternamente degradado en cuyas entrañas se ha acumulado, a lo largo de los siglos, una parte del desecho humano, arquitectónico e histórico generado por la capital, un maremágnum de lumpens de todos los colores, putas traficantes, y emigrados de otras regiones del país y del mundo, deseosos de una oportunidad en la vida que casi nunca les habría de llegar” (Padura, 2005, p. 206). 
Es decir, un mundo oral, que se despliega en las calles, en las veredas, en los recovecos de las casas; mundo organizado a través de una economía de subsistencia con “adultos rastreadores de piezas prohibidas, (…) rockeros sin escenario ni música, feroces cazadores y cazadoras de extranjeros y dólares, aburridos noctámbulos con primeras, segundas y hasta terceras intenciones (…), raperos y rastafaris, prostitutas y drogadictos, nuevos ricos y nuevos pobres” (Padura, 2005, p. 202 y 203). El enunciador paduriano navega por estas dos instancias de la identidad cubana como sujeto ético y comprometido con un proceso político, social e históricos que debe defender. Porque Conde defiende la existencia de la Cuba actual. Sin embargo, delinea los contornos de esa identidad post-revolucionaria, a partir de un juego entre nacionalista y crítico.
Desde el negocio de subsistencia de la venta de libros, que Conde ha organizado para paliar su pobreza y la de su entorno afectivo de amigos y parientes, se abre la trama policíaca sobre el antiguo crimen de Violeta del Rio. Una crónica periodística, unas fotos disparan la investigación para descorrer las neblinas de un caso y mostrar al enunciatario una Cuba compleja, contradictoria, un laberinto de representaciones sociales en pugna; personajes del olvido y olvidados, luchas políticas y económicas, intereses y afectos, amor y odio, todo resistiendo entre las hojas de los libros, pero, también, en las calles habaneras; resistiendo al tiempo que mella las memorias.
De alguna manera, Padura cuenta, a través de este neopolicial y su emblema de detective latinoamericano -Mario Conde- sobre las hebras de un mundo, el cubano, en el que el pasado, los pasados, han sido tapados por una niebla densa que, al parecer, la literatura desde la ficción, pueden descorrer.

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[1] El trabajo que escribimos se inscribe dentro del proyecto de investigación El policial como transgénero
Procesos polifónicos y transpositivos en prácticas literarias policiales contemporáneas, financiado por la UNVM.
[2]Entendemos por hiperrealista una forma de narrar y mostrar el mundo en la que personajes, acciones, espacios, lenguaje y otros aspectos son mostrados como si fueran una fotografía de la realidad. En particular, el lenguaje literario hiperrealista propone reproducir las voces de personajes tal como si las estuviéramos escuchando en una interacción cara a cara.


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